martes, 8 de junio de 2010

Crimen y castigo


Por Federico R. Bär.

Fede, ¿dónde estás? ¡Fede! ¡¡¡Fe-de-ri-co!!! ¿Dónde te has metido?

Cuando la demora en responder al llamado de mi madre, un característico silbido de una nota corta y otra más larga que terminaba en un staccato, excedía su -generosa- paciencia, me esperaba un castigo. No había tu tía – ni la mía, ni la de nadie. La mayoría de las veces era corporal; tanto ella como papá me daban sólo un cachetazo, pero de vez en cuando decidían el uso de una varillita de bambú - que yo mismo tenía que llevarle. Cuando el pantalón no amortiguaba el golpe, dolía, pero no por mucho tiempo. Por ejemplo, nunca me impidió comer sentado.

Mis padres eran bastante severos. Sin embargo, en los recuerdos de mi infancia, los juegos, deportes y andanzas callejeras ocupan mucho más lugar que los castigos. Porque ellos aplicaban esa varilla no para travesuras simples como llegar tarde o no hacer las tareas escolares. Las faltas consideradas graves eran la desobediencia y la mentira. La mentira lleva al robo, y el robo a la cárcel, no se cansaba de advertirme papá. - Un dicho árabe es más duro: El que miente, roba, y el que roba, mata.

A mucha gente, el castigo físico le parece una crueldad. Yo creo que, aplicado con criterio, no lo es, y estoy seguro de que la gran mayoría de mis contemporáneos que han sido educados de ese modo, piensa lo mismo. Lo formula muy bien una carta de lectores de una revista:

...Pegar [a chicos] no es malo en sí mismo si no hay abuso. Es una forma de disciplina que sirve para hacerle saber al niño que la consecuencia de su acción es más que solamente un “¡No lo vuelvas a hacer, Cachito!”, advertencia que entra por un oído y sale por el otro. Niños indisciplinados se convierten en adultos indisciplinados sin consideración para los derechos y sentimientos de otras personas. Los que aceptaron la filosofía del New Age en contra del castigo físico, están ahora cosechando lo que sembraron...

Una penitencia especial era el arresto domiciliario. El no poder salir cuando, después de la siesta, silbatos codificados desde la calle reclamaban mi presencia mientras yo me quedaba regando las flores, me dolía mucho, y aún más después de mi nuevo hobby. Un día había llevado mis soldaditos de plomo a la casa de un amigo ocasional. Sordos por los cañonazos y hartos de auxiliar a heridos, nos sentamos a tomar una limonada, y él me mostró sus estampillas. Me vio con tanto interés que me propuso un canje. Estaba aburrido de coleccionarlas, y nunca había comandado un ejército. Yo tenía un molde, y pensando que me resultaría fácil conseguir plomo para tener nuevamente soldaditos, acepté. De modo que volví a casa encantado con cientos de estampillas, muchas prolijamente alineadas en álbumes y libritos, otras sueltas en cajitas y sobres. Me pasaba horas despegándolas y ordenándolas. De paso, aumentaba mis conocimientos geográficos e históricos de otros países.

Ese entusiasmo dio a mi padre una buena idea para castigarme. La primera vez que la aplicó, tardé en darme cuenta de lo que pasaba. Mientras sus ojos echaban chispas, estiró la mano y dijo con mucha tranquilidad tres palabras: Dame la llave. Yo no lo podía creer, pero era cierto: lo que me pedía era la llavecita del hermoso cofre de madera donde guardaba la colección. Esa prohibición era terrible, sobre todo porque no duraba como otras, una tarde o dos, sino una larga semana, ¡o más!

Para evitar que, a mi edad, la afición se convirtiera en un comercio, Papá no me permitía comprar y vender estampillas usadas, sólo alguna nueva emisión del correo. Por lo tanto debía canjearlas para completar series u obtener ciertos ejemplares que me gustaban por su imagen o forma. En esa entretenida faceta se necesitan catálogos. El Yves-Tellier era el más conocido. Aún ahora, sesenta años más tarde, sigue siendo una fuente autorizada.

Así me enteraba del valor asombroso que puede alcanzar un simple papelito troquelado, como consecuencia de alguna anormalidad: una emisión especial, una sobreimpresión específica o un error de imprenta, de color o de dentado. Esas averiguaciones mantenían viva la ilusión, vana pero agradable, de dar algún día con una estampilla codiciada por un ávido filatelista millonario.

Una nueva vida en Holanda fue reclamando mi atención y tiempo, y un día decidí despedirme de la colección. Me dio una última satisfacción cuando el primer interesado pagó sin regatear la suma que yo pedía en el aviso. Cuando se había ido, me asaltó una duda: ¿habrá sido un novato entusiasmado o, al contrario, un experto que con un golpe de vista detectó un sello de un valor incalculable que se me había escapado?

Con el avance de las máquinas franqueadoras y de su formidable competidor, el correo electrónico, ya no se usan tantas estampillas. Pero no he perdido mi simpatía por ellas; sigo recortándolas con cuidado, de los pocos sobres o paquetes que todavía recibo. En una época incluso volví a coleccionarlas de una manera especial. En Vigo, mi primo Roel se enteró de un despliegue filatélico del Correo Argentino, y me pidió que le mandara todas las emisiones conmemorativas y temáticas. Venían ensambladas en cuader­nillos de buen papel, con imágenes atractivas y datos tan interesantes que, junto con ejemplar para él, yo compraba uno para mí también. Cuando Roel murió, joven todavía, no quise tenerlas más, y se las regalé a un amigo en común, que acababa de jubilarse y cultivaba ese hobby.