lunes, 27 de diciembre de 2010

Tiempo al tiempo


!Qué precioso, el reloj de pie de mi abue­lo! Lo tra­jo de un país lejano, donde estaba en una vi­drie­ra, cu­bierto de polvo, como todos los de­más objetos. El anti­cuario le había ase­gu­rado que era una obra ex­cepcio­nal, pero mi abuelo opinaba que todos los anticua­rios pretenden ven­der piezas va­lio­sas y autén­ti­cas. Com­pró el re­loj simple­men­te por­que le gus­tó.

      Recuerdo que desde el momento que lo desem­balamos, quedé fas­cina­do por la caja. Es de ma­dera oscura, tiene más de dos metros de al­tura y da a las campanadas una sono­ridad ca­ver­no­sa. A tra­vés del vidrio tallado se ve el largo pén­du­lo, recorriendo su camino con un len­to y apa­ci­ble tic-tac. Tres pesas de bron­ce, en forma de pe­ras, cuelgan de va­rios tra­mos de cadenas, y otorgan a esta maravi­lla arte­sanal una autonomía de quince días.

      Mi abuelo lo puso en marcha y me explicó las órbi­tas del Sol y de los planetas, las fa­ses de la Luna y los signos del Zodía­co. Todas esas figuras estaban pin­tadas sobre pe­que­ños dis­cos giratorios detrás de ranuras en la esfe­ra.

      Fue apenas una semana más tarde, cuando noté que el ritmo del péndulo no era el mismo que antes, y que el Sol no se había asomado, a pesar de que ya eran las ocho de la mañana. Compartí con el abuelo su preocupa­ción, aun­que la mía era otra: me acordaba de una can­ción en la cual un niño cuenta que un antiguo reloj de pared dejó de funcionar en el preciso instante en que fa­lle­ció su dueño - que era el abuelo del chico. Pensé en la si­mili­tud, y tuve mie­do. Esa misma no­che, mientras esperá­bamos que apa­re­ciera Sa­turno en el firmamento del reloj, el meca­nismo se detuvo. Por suerte, mi abuelo no murió en ese momen­to.

      En un subsuelo abarrotado de máqui­nas que estaban recobrando la noción del tiem­po, el relojero puso nuestro re­loj en marcha, pero la Luna continuaba con las fases cam­bia­das y el Sol pasaba por el cenit cuando eran las dos y media de la madrugada. Durante varios días, el técnico apeló a todos sus recursos, pero quedó tan desconcer­tado por las incohe­rencias, que se dio por vencido. Vol­vimos a casa y pusi­mos el reloj en su lugar, re­signados a no verlo funcio­nar más.

      Soñé que vivíamos en el país de procedencia del re­loj, donde éste - ¡qué alegría! - cum­plía sus ciclos nor­mal­mente. Cuando se lo conté al abuelo, una ocurren­cia iluminó su cara, se le­vantó sin terminar el desayu­no, se puso el som­brero y salió corriendo. Vol­vió muy tar­de y me dijo solamente que había visitado museos y bi­blio­te­cas; luego me explicaría el mo­tivo.

      Al día siguiente, apuntes en mano, pidió al relo­je­ro que hiciera algunas pruebas. Cuan­do los re­sulta­dos confirmaron su sospe­cha, nos abrazó, con­tentí­si­mo: había descu­bierto que en la época de la cons­truc­ción del reloj se usaba en ese país una medi­ción del tiem­po, dis­tinta de la que rige ahora en todo el mun­do. Durante los últimos tres siglos, los dos siste­mas habían coinci­di­do, pero de a­cuer­do con aquel es­que­ma anti­guo, el día del desper­fecto corres­pondería hacer un ajus­te en el calen­dario.

      Mi abuelo ya no vive, y yo conservo el re­loj como una reliquia. El tic-tac sosegador se ha restablecido y todos los astros se mueven con la precisión calculada, pero las fechas y horas que el reloj señala son las de su propio calendario antiguo. Éste coincidirá de nuevo con el nuestro dentro de mil quinientos se­senta y un años. Será un 29 de febrero, y caerá en martes.

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 Federico Bär