!Qué precioso, el reloj de pie de mi abuelo! Lo trajo de un país lejano, donde estaba en una vidriera, cubierto de polvo, como todos los demás objetos. El anticuario le había asegurado que era una obra excepcional, pero mi abuelo opinaba que todos los anticuarios pretenden vender piezas valiosas y auténticas. Compró el reloj simplemente porque le gustó.
Recuerdo que desde el momento que lo desembalamos, quedé fascinado por la caja. Es de madera oscura, tiene más de dos metros de altura y da a las campanadas una sonoridad cavernosa. A través del vidrio tallado se ve el largo péndulo, recorriendo su camino con un lento y apacible tic-tac. Tres pesas de bronce, en forma de peras, cuelgan de varios tramos de cadenas, y otorgan a esta maravilla artesanal una autonomía de quince días.
Mi abuelo lo puso en marcha y me explicó las órbitas del Sol y de los planetas, las fases de la Luna y los signos del Zodíaco. Todas esas figuras estaban pintadas sobre pequeños discos giratorios detrás de ranuras en la esfera.
Fue apenas una semana más tarde, cuando noté que el ritmo del péndulo no era el mismo que antes, y que el Sol no se había asomado, a pesar de que ya eran las ocho de la mañana. Compartí con el abuelo su preocupación, aunque la mía era otra: me acordaba de una canción en la cual un niño cuenta que un antiguo reloj de pared dejó de funcionar en el preciso instante en que falleció su dueño - que era el abuelo del chico. Pensé en la similitud, y tuve miedo. Esa misma noche, mientras esperábamos que apareciera Saturno en el firmamento del reloj, el mecanismo se detuvo. Por suerte, mi abuelo no murió en ese momento.
En un subsuelo abarrotado de máquinas que estaban recobrando la noción del tiempo, el relojero puso nuestro reloj en marcha, pero la Luna continuaba con las fases cambiadas y el Sol pasaba por el cenit cuando eran las dos y media de la madrugada. Durante varios días, el técnico apeló a todos sus recursos, pero quedó tan desconcertado por las incoherencias, que se dio por vencido. Volvimos a casa y pusimos el reloj en su lugar, resignados a no verlo funcionar más.
Soñé que vivíamos en el país de procedencia del reloj, donde éste - ¡qué alegría! - cumplía sus ciclos normalmente. Cuando se lo conté al abuelo, una ocurrencia iluminó su cara, se levantó sin terminar el desayuno, se puso el sombrero y salió corriendo. Volvió muy tarde y me dijo solamente que había visitado museos y bibliotecas; luego me explicaría el motivo.
Al día siguiente, apuntes en mano, pidió al relojero que hiciera algunas pruebas. Cuando los resultados confirmaron su sospecha, nos abrazó, contentísimo: había descubierto que en la época de la construcción del reloj se usaba en ese país una medición del tiempo, distinta de la que rige ahora en todo el mundo. Durante los últimos tres siglos, los dos sistemas habían coincidido, pero de acuerdo con aquel esquema antiguo, el día del desperfecto correspondería hacer un ajuste en el calendario.
Mi abuelo ya no vive, y yo conservo el reloj como una reliquia. El tic-tac sosegador se ha restablecido y todos los astros se mueven con la precisión calculada, pero las fechas y horas que el reloj señala son las de su propio calendario antiguo. Éste coincidirá de nuevo con el nuestro dentro de mil quinientos sesenta y un años. Será un 29 de febrero, y caerá en martes.
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Federico Bär