Cuenta la leyenda que el monarca Abdul-El-Agreb adoraba el agua. Su fastuoso palacio, construido en varios niveles, estaba rodeado de estanques y fuentes. El cristalino líquido se precipitaba por los ahuecados pasamanos de las escaleras, corría por acequias atravesando los patios, fluía por alcantarillas que bordeaban las galerías, saltaba en chorros que se entrecruzaban por encima de canteros siempre llenos de flores, y ondulaba en los sótanos, donde grandes baños formaban un aspecto importante de la civilización árabe.
Esa maravilla de artesanía hidráulica era admirada por su concepción y su arquitectura, pero era también censurada por su ubicación insólita: al borde del Gran Desierto de Raschid Salem Nafudh. Era como un desafío a la naturaleza, casi una blasfemia.
Una vez, un beduino había advertido que, si continuaba el derroche de ese elemento tan vital para la zona, una catástrofe sería inevitable. El Rey Abdul-El-Agreb consideró esa amenaza un insulto a su investidura, y condenó al infortunado gitano al cadalso.
El día siguiente se levantaron fuertes vientos en aquella zona del desierto. Secos como la misma arena que traían, azotaron las poblaciones cercanas, pulieron las cortezas de las palmeras y taparon los pozos de agua. Si bien las tormentas eran habituales en esa época del año, la gente estaba aterrada. El segundo día comenzó a escasear el agua, y se pidió al Califa que la proveyera.
Pero esa ayuda habría significado la paralización de las aguas corrientes de su castillo. En respuesta, el Rey ordenó que los hombres cavaran inmediatamente nuevos pozos, y mandó a la cárcel a los consejeros que tuvieron la imprudencia de recordarle la predicción del beduino.
Contrariamente a lo que suponía el Gobernante Supremo, el temporal no amainó. El tercer día, huracanes transportaban nubes de polvo cada vez más gigantescas en dirección a los jardines reales. El Rey Abdul-El-Agreb, ahora también preocupado, imploró la protección de Alá, pero el desplazamiento del Gran Desierto de Raschid Salem Nafudh no se detuvo. Antes de finalizar el cuarto día, las implacables arenas habían cubierto la magnífica obra.
Cuatrocientos años después, el palacio fue reconstruido sobre la base de los mismos planos, y probablemente con el mismo esplendor, pero en otro país mediterráneo, y lejos de desiertos - por las dudas. Y allí está todavía, como un inmerecido homenaje a la soberbia de un soberano moro.
Al costado del mostrador, en una mesa repleta de ingredientes para copetín, un hombre gordo estaba con el oído pegado a un radiograbador que estaba encendido a muy bajo volumen. No querría molestar a los demás, o estaría escuchando alguna emisora lejana o una cinta mal grabada. De vez en cuando anotaba algo sobre una servilleta de papel. Frente a él, un flaco miraba con el rabillo del ojo a los demás parroquianos, que habían juntado varias mesas en el centro del local, desde donde estallaban risotadas. Chistes de salón, con toda seguridad - ¿de qué otra cosa podrían reírse hombres reunidos en un salón? Las risas disminuyeron cuando alguien advirtió: - Dale Griego, que se está haciendo tarde. El nombrado reaccionó. - Ah sí, vamos. El reloj en la pared indicaba las doce menos cuarto pasadas; le quedaban unos diez minutos. El gordo había apagado la radio. Estiró una mano hacia el platito con los maníes, ya vacío. Al ver que tampoco quedaba ni una aceituna, frunció el ceño. El flaco fingió no notarlo, pidiendo otro vaso de vino. El mozo ya había servido unas cuantas copas, excepto al Griego. Si bien éste contaba con una memoria privilegiada, la tarea de asociar nombres de participantes con números y premios en muchas combinaciones iba a requerir toda la claridad de su mente. Se concentró en el trabajo. Su larga experiencia le permitió registrar y archivar todas las apuestas. Lo que no observó fueron las señas que el gordo había hecho a algunos jugadores antes de acercarse a la mesa, junto con el flaco, para arriesgar unos pesos. Llegó la hora del ¡... no va más ...!, y cuando las agujas del reloj se juntaban, el Griego pidió al dueño del bar que sintonizara la Emisora del Noreste, que transmitía el sorteo de la Lotería de Monte Carloto. Después de algunos números se oyeron dos o tres exclamaciones de alegría. El flaco dio un brinco y convidó una ronda: ¡había acertado el premio mayor! Sobre el final, el gordo levantó la mano; a él también le correspondía un premio. El Griego estaba al borde de un infarto; iba a verse en figurillas para pagar todas esas deudas. ¡Qué desgracia! En veinte años, fue la primera vez que tuvo tanta mala suerte. Pero también fue la primera vez que atrasaron el reloj media hora para poder grabar esa emisión radial de la Lotería de Monte Carloto antes de hacer las apuestas.
Muchas gracias a Federico Bär por enviarnos otra exquisita colaboración:
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Así rezaba la invitación que recibí hace unos días de Yn Ho Senn Cía Ltda, la antigua firma importadora de una muy amplia gama de productos manufacturados. Los dueños son coreanos; los conocí hace algún tiempo en una reunión donde habían anticipado otra novedad. Suelo tirar esta clase de propaganda al cesto de papeles sin leerla, pero este folleto me atraía, no sé si fue por el texto o porque me interesaba el producto. ¿O habrá sido por la foto de la radiante Miss Corea que lo anunciaba?
La cuestión es que decidí ir a verla (la presentación). Pero sólo por curiosidad, no para comprar ese lápiz. Parecía un artefacto original, pero por mágico que fuera, habría que ver si servía para algo. No me gusta ser un conejillo de Indias.
El show comenzó puntualmente. Primer punto a favor. A la elegante figura que subió al escenario, era la muchacha del folleto, la reconocí en seguida. No es común que algo que se anuncia coincida con lo que nosotros llamamos la realidad. Segundo punto a favor.
La acompañaba un representante de la firma, que hablaba muy bien, pero ¿para qué, quién prestaba atención a explicaciones de lo que estaba mostrando la modelo? ¡Qué ojos, qué manos, qué mentón, qué sonrisa, qué gracia para moverse!
Todavía impresionado por la belleza y la simpatía de la muchacha oriental, me paré en la vereda de enfrente, con la esperanza de verla afuera. Hacía calor, había mucha humedad y baja presión atmosférica, esa combinación climática tan característica de esta ciudad a fines de año. Era la época durante la cual la mitad de la población persigue a la otra, porque quiere poner sus cosas en orden, en una euforia contagiosa. las calles y veredas se iban cubriendo de hojas de agendas, planillas y largas tiras de máquinas calculadoras, arrojadas desde las ventanas de oficinas. En la peatonal y en vidrieras quedaban aún armados árboles de Navidad, alegremente adornados, y con sus copos de nieve que, al igual que los trajes de los Santa Claus, parecen tan absurdos en ambientes subtropicales.
El campanario del edificio del Concejo Deliberante cantó las siete. A Miss Corea no la vi salir. Abrí el estuche y contemplé mi adquisición: un lápiz rojo con rayos verdes y un visor digital, una cajita musical y pequeñas tarjetas con frases al lado de los signos del Zodíaco. Contento, comprobé que no me habían engañado. En el reloj vi el tercer punto a favor de Yn Ho Senn Cía, porque, efectivamente, señalaba las 19 horas del día jueves 28 de diciembre.
Agradezco una vez más a Federico R. Bär, quien nos envió otro de sus excelentes y entretenidos relatos para publicar aquí.
EL PEBETE DE ANDRÉS
Entran, y se quedan sentados con el arranque del tren. Enfrente, un señor; a mi lado, su hijito, que lloriquea el conocido cantito:
‑ Quiero en la ventanilla ...
El chico deja de comer su sándwich de jamón cocido y me mira de reojo. Yo no daría un centavo por lo que estará pensando de mí en este momento, porque soy yo el que le bloquea el acceso al sitio deseado. Le está brotando una lágrima (¿o ya estaba llorando al entrar, por otro motivo? ‑ no sé). Simulo no oírlo y sigo leyendo, pero me quedo pensando. Yo también prefiero viajar del lado de la ventanilla, aunque por otras razones, quizás no tan importantes como las de él. ¿Por qué privarlo de ese gusto?
Se lo ofrezco con una broma:
‑ Si me das el jamón, te dejo mi lugar.
Andrés me mira desconfiado, menea la cabeza, y baja la mano con el sándwich, por las dudas. Le digo al padre:
‑ Cambiemos de lugar, ¿quiere? A mí me da lo mismo.
Pero el hombre no lo acepta; opina que el chico tiene que aprender que no siempre va a encontrar un asiento junto a una ventanilla. Me parece que tiene razón, y vuelvo a mi lectura, contento de haber quedado bien.
Andrés no sale de su asombro. ¿Qué es esto? Aquí hay un caballero que me ofrece el asiento, y mi papá le dice que no. ¡Qué tonto que es mi papá!
‑ Quiero estar ahí ‑señala el pequeño espacio entre mi pierna derecha y el costado del vagón. El padre no quiere que insista, y el chico refunfuña:
‑ Mamá siempre me deja.
Pero papá no es mamá, se muestra firme y trata de distraerlo.
‑ ¿Por qué no te sacas la campera?
‑ No quiero.
‑ Sentate derecho.
‑ No quiero.
‑ Dormite, Andrés.
‑ No tengo sueño. Papá, decile vos.
La rebeldía va en disminución. El padre ha evitado una rabieta que seguramente nos habría traído llanto por un buen rato. Andrés se queda calladito, pero no tarda mucho en atacar de nuevo:
‑ ¿Papá, cuándo se va a bajar el señor?
Finjo buscar algo en un bolsillo, para que no me vea sonreír. La pregunta es astuta y merece un premio. Pero nuevamente, no quiero desautorizar al padre, quien sopla
‑ Ufffff ... dentro de muuuuchas estaciones.
Claro que Andrés quiere saber dentro de cuántas, y cuando se convence de que, efectivamente, son un montón, vuelve a morder su casi olvidada merienda. El jamón sobresale del otro lado. Masticando, ametralla preguntas:
¿Por qué se mueve tanto el tren ... qué son vías ... cómo hace para cruzar un puente ... no se rompe el puente? ‑ con la curiosidad típica de sus tres años (si es que los tiene), que pone a prueba a todos los padres del mundo. El de Andrés, con su tierna paciencia, ha rendido el examen summa cum laude, con las mejores notas.
Al rato, el niño se queda dormido. Cuando me doy cuenta de una manito que se suelta, veo jamón y mayonesa en mi pantalón. Llegan a su destino; el padre se despide. Andrés no, pero ya en el pasillo, da media vuelta y me tiende un pastoso resto del pebete, firmemente apretado en su puñito.
!Qué precioso, el reloj de pie de mi abuelo! Lo trajo de un país lejano, donde estaba en una vidriera, cubierto de polvo, como todos los demás objetos. El anticuario le había asegurado que era una obra excepcional, pero mi abuelo opinaba que todos los anticuarios pretenden vender piezas valiosas y auténticas. Compró el reloj simplemente porque le gustó.
Recuerdo que desde el momento que lo desembalamos, quedé fascinado por la caja. Es de madera oscura, tiene más de dos metros de altura y da a las campanadas una sonoridad cavernosa. A través del vidrio tallado se ve el largo péndulo, recorriendo su camino con un lento y apacible tic-tac. Tres pesas de bronce, en forma de peras, cuelgan de varios tramos de cadenas, y otorgan a esta maravilla artesanal una autonomía de quince días.
Mi abuelo lo puso en marcha y me explicó las órbitas del Sol y de los planetas, las fases de la Luna y los signos del Zodíaco. Todas esas figuras estaban pintadas sobre pequeños discos giratorios detrás de ranuras en la esfera.
Fue apenas una semana más tarde, cuando noté que el ritmo del péndulo no era el mismo que antes, y que el Sol no se había asomado, a pesar de que ya eran las ocho de la mañana. Compartí con el abuelo su preocupación, aunque la mía era otra: me acordaba de una canción en la cual un niño cuenta que un antiguo reloj de pared dejó de funcionar en el preciso instante en que falleció su dueño - que era el abuelo del chico. Pensé en la similitud, y tuve miedo. Esa misma noche, mientras esperábamos que apareciera Saturno en el firmamento del reloj, el mecanismo se detuvo. Por suerte, mi abuelo no murió en ese momento.
En un subsuelo abarrotado de máquinas que estaban recobrando la noción del tiempo, el relojero puso nuestro reloj en marcha, pero la Luna continuaba con las fases cambiadas y el Sol pasaba por el cenit cuando eran las dos y media de la madrugada. Durante varios días, el técnico apeló a todos sus recursos, pero quedó tan desconcertado por las incoherencias, que se dio por vencido. Volvimos a casa y pusimos el reloj en su lugar, resignados a no verlo funcionar más.
Soñé que vivíamos en el país de procedencia del reloj, donde éste - ¡qué alegría! - cumplía sus ciclos normalmente. Cuando se lo conté al abuelo, una ocurrencia iluminó su cara, se levantó sin terminar el desayuno, se puso el sombrero y salió corriendo. Volvió muy tarde y me dijo solamente que había visitado museos y bibliotecas; luego me explicaría el motivo.
Al día siguiente, apuntes en mano, pidió al relojero que hiciera algunas pruebas. Cuando los resultados confirmaron su sospecha, nos abrazó, contentísimo: había descubierto que en la época de la construcción del reloj se usaba en ese país una medición del tiempo, distinta de la que rige ahora en todo el mundo. Durante los últimos tres siglos, los dos sistemas habían coincidido, pero de acuerdo con aquel esquema antiguo, el día del desperfecto correspondería hacer un ajuste en el calendario.
Mi abuelo ya no vive, y yo conservo el reloj como una reliquia. El tic-tac sosegador se ha restablecido y todos los astros se mueven con la precisión calculada, pero las fechas y horas que el reloj señala son las de su propio calendario antiguo. Éste coincidirá de nuevo con el nuestro dentro de mil quinientos sesenta y un años. Será un 29 de febrero, y caerá en martes.
Fede, ¿dónde estás? ¡Fede! ¡¡¡Fe-de-ri-co!!! ¿Dónde te has metido?
Cuando la demora en responder al llamado de mi madre, un característico silbido de una nota corta y otra más larga que terminaba en un staccato, excedía su -generosa- paciencia, me esperaba un castigo. No había tu tía – ni la mía, ni la de nadie. La mayoría de las veces era corporal; tanto ella como papá me daban sólo un cachetazo, pero de vez en cuando decidían el uso de una varillita de bambú - que yo mismo tenía que llevarle. Cuando el pantalón no amortiguaba el golpe, dolía, pero no por mucho tiempo. Por ejemplo, nunca me impidió comer sentado.
Mis padres eran bastante severos. Sin embargo, en los recuerdos de mi infancia, los juegos, deportes y andanzas callejeras ocupan mucho más lugar que los castigos. Porque ellos aplicaban esa varilla no para travesuras simples como llegar tarde o no hacer las tareas escolares. Las faltas consideradas graves eran la desobediencia y la mentira. La mentira lleva al robo, y el robo a la cárcel, no se cansaba de advertirme papá. - Un dicho árabe es más duro: El que miente, roba, y el que roba, mata.
A mucha gente, el castigo físico le parece una crueldad. Yo creo que, aplicado con criterio, no lo es, y estoy seguro de que la gran mayoría de mis contemporáneos que han sido educados de ese modo, piensa lo mismo. Lo formula muy bien una carta de lectores de una revista:
...Pegar [a chicos] no es malo en sí mismo si no hay abuso. Es una forma de disciplina que sirve para hacerle saber al niño que la consecuencia de su acción es más que solamente un “¡No lo vuelvas a hacer, Cachito!”, advertencia que entra por un oído y sale por el otro. Niños indisciplinados se convierten en adultos indisciplinados sin consideración para los derechos y sentimientos de otras personas. Los que aceptaron la filosofía del New Ageen contra del castigo físico, están ahora cosechando lo que sembraron...
Una penitencia especial era el arresto domiciliario. El no poder salir cuando, después de la siesta, silbatos codificados desde la calle reclamaban mi presencia mientras yo me quedaba regando las flores, me dolía mucho, y aún más después de mi nuevo hobby. Un día había llevado mis soldaditos de plomo a la casa de un amigo ocasional. Sordos por los cañonazos y hartos de auxiliar a heridos, nos sentamos a tomar una limonada, y él me mostró sus estampillas. Me vio con tanto interés que me propuso un canje. Estaba aburrido de coleccionarlas, y nunca había comandado un ejército. Yo tenía un molde, y pensando que me resultaría fácil conseguir plomo para tener nuevamente soldaditos, acepté. De modo que volví a casa encantado con cientos de estampillas, muchas prolijamente alineadas en álbumes y libritos, otras sueltas en cajitas y sobres. Me pasaba horas despegándolas y ordenándolas. De paso, aumentaba mis conocimientos geográficos e históricos de otros países.
Ese entusiasmo dio a mi padre una buena idea para castigarme. La primera vez que la aplicó, tardé en darme cuenta de lo que pasaba. Mientras sus ojos echaban chispas, estiró la mano y dijo con mucha tranquilidad tres palabras: Dame la llave. Yo no lo podía creer, pero era cierto: lo que me pedía era la llavecita del hermoso cofre de madera donde guardaba la colección. Esa prohibición era terrible, sobre todo porque no duraba como otras, una tarde o dos, sino una larga semana, ¡o más!
Para evitar que, a mi edad, la afición se convirtiera en un comercio, Papá no me permitía comprar y vender estampillas usadas, sólo alguna nueva emisión del correo. Por lo tanto debía canjearlas para completar series u obtener ciertos ejemplares que me gustaban por su imagen o forma. En esa entretenida faceta se necesitan catálogos. El Yves-Tellier era el más conocido. Aún ahora, sesenta años más tarde, sigue siendo una fuente autorizada.
Así me enteraba del valor asombroso que puede alcanzar un simple papelito troquelado, como consecuencia de alguna anormalidad: una emisión especial, una sobreimpresión específica o un error de imprenta, de color o de dentado. Esas averiguaciones mantenían viva la ilusión, vana pero agradable, de dar algún día con una estampilla codiciada por un ávido filatelista millonario.
Una nueva vida en Holanda fue reclamando mi atención y tiempo, y un día decidí despedirme de la colección. Me dio una última satisfacción cuando el primer interesado pagó sin regatear la suma que yo pedía en el aviso. Cuando se había ido, me asaltó una duda: ¿habrá sido un novato entusiasmado o, al contrario, un experto que con un golpe de vista detectó un sello de un valor incalculable que se me había escapado?
Con el avance de las máquinas franqueadoras y de su formidable competidor, el correo electrónico, ya no se usan tantas estampillas. Pero no he perdido mi simpatía por ellas; sigo recortándolas con cuidado, de los pocos sobres o paquetes que todavía recibo. En una época incluso volví a coleccionarlas de una manera especial. En Vigo, mi primo Roel se enteró de un despliegue filatélico del Correo Argentino, y me pidió que le mandara todas las emisiones conmemorativas y temáticas. Venían ensambladas en cuadernillos de buen papel, con imágenes atractivas y datos tan interesantes que, junto con ejemplar para él, yo compraba uno para mí también. Cuando Roel murió, joven todavía, no quise tenerlas más, y se las regalé a un amigo en común, que acababa de jubilarse y cultivaba ese hobby.
Queridos amigos, otro relato de Federico R. Bär. ¡Muchas, muchas gracias!
Inmóvil o escurridiza, corta o larga, borrosa o nítida, a veces más grande, a veces más pequeña que yo, ella imita en silencio y a la perfección todos mis movimientos y reposos. Siempre está conmigo, aunque la veo únicamente cuando hay luz. Cuanto más luz hay, más se luce ella. Sin embargo, tengo que protegerla, porque ella no puede ver la luz: siempre se ubica detrás o delante de mí o a mi lado, de tal manera que mi cuerpo esté entre ella y el foco de luz. A todas luces, es mi compañera más fiel. Únicamente en la oscuridad me abandona - ¿o es que me envuelve?
Una tarde caminábamos por la costanera para disfrutar de una puesta del sol. Ella se había quedado un poco atrás, y cuando en un momento dado me di vuelta, noté algo raro. Miré bien y advertí que ella se había inclinado hacia la derecha, no estaba en línea recta con el sol y mi cuerpo. Preocupado, porque la exposición a la luz le hace daño, me agaché para ayudarla. Pero me fue imposible enderezarla.
Tiene artrosis. Es un problema de desgaste, dice el médico que consulté. No es grave, pero no pudo prescribirle medicamentos apropiados, y la derivó a un especialista en la materia. Este tampoco logró indicar un tratamiento adecuado, precisamente porque es un especialista en la materia - y ella no es materia.
Atribuyendo el fenómeno a otra posible causa, la llevé a un psicólogo, e incluso me he analizado yo. Pero el defecto parece ser incurable; no le queda otra alternativa que aprender a vivir con él.
Con el tiempo, la desviación se ha agravado, a tal punto que el ángulo formado por su silueta y los rayos de luz es ahora de casi treinta grados. Sufre mucho, pobre, pero no se queja. Conserva su lucidez y sigue acompañándome a todas partes. Sin embargo, el esfuerzo la ha hecho adelgazar mucho, y últimamente no es ni la sombra de lo que era.