Septiembre 22 al 30: Milano. Norma, con Luigi, Jane, Pierre.
La orquesta, sublime, sutil, brillante, explosiva. Otto, simplemente grandioso. Quizás por lo que le ocurrió en pleno ensayo general: se le cayó la batuta; al saltar torpemente del estrado para recogerla, pisó mal y la rompió. Le trajeron otra, idéntica a la que estaba usando, pero no le gustó, la dejó sobre el atril. Terminó dirigiendo sin batuta, estupendamente bien, no se notó absolutamente ninguna diferencia. Es un genio, ¿qué duda cabe?
Pero ¿quieren escuchar qué me contestó ese eterno necio cuando se lo dije? Presten atención y créanme: ¡Me lo discutió! Dijo que no estuvo conforme con su actuación. ¡Habráse oído semejante tontería en todo este ancho y glorioso mundo! Totalmente inconcebible en un ser que, por lo demás, es tan normal. Pero él tiene esa costumbre despreciable, la de disentir conmigo cuando tengo toda la razón del mundo. ¿Por qué demonios es tan increíblemente porfiado? Dicho sea de paso, hoy me ha propuesto otra fecha para el casamiento. Esta es la tercera vez ¿será la vencida?
Con respecto a esas malditas batutas, el tema me intriga. Cuéntenme, mis apreciados señores conductores: ¿Para qué demontres necesitan un miserable palito, para marcar el compás e indicar a treinta o setenta, o cien excelentes músicos cómo deben leer una partitura que ellos conocen tan bien como ustedes mismos?
Digo yo ¿será un delicado símbolo de prestigio? Algunos dirigentes son tan exageradamente extravagantes, que las mandan a hacer a medida. Sí señor, ¡a medida! Tanto de largo y tanto de diámetro, y que no pese ni mucho ni poco. Ah, y a no olvidarse de instrucciones precisas sobre detalles como el color y la clase de madera, de caña, de hueso, de marfil o de lo que fuera. Qué exquisito, ¿verdad? ¡Y qué importante! Como si se tratara de un mueble de estilo. Sinceramente, el perfecto colmo de la ridiculez.
En fin, volvamos a lo importante: los solistas estuvieron estupendos, me incluyo. Mención aparte merece lo de Jane. ¡Qué mujer admirable, qué fuerza de voluntad! ¿Quién puede creer que cantó como lo hizo, cuando el día anterior estaba todavía en cama, con treinta y ocho de fiebre? Nadie.
Para mí, la culpa la tiene el hotel. Me gusta éste, pero la calefacción no es la adecuada para esta época del año. El gerente ha dicho que se ocuparía del asunto, pero hasta el momento las cosas no han mejorado.
La cuestión es que Jane se levantó. Por suerte, le sobra capacidad para este papel, pero ella corre el tremendo riesgo de una recaída feroz, y de no poder cantar su rol favorito la semana próxima en Luzern. Eso, además, me desagradaría profundamente, porque en ese caso la reemplazaría Emily, y cantar con esa mujer sería para mí un verdadero suplicio, la mayor desgracia que me pudiera suceder. Sólo Dios sabe cómo detesto a esa rastrera infame, hija de mil prostitutas. No olvidaré jamás lo que me hizo en París cuando ... Pero basta, no diré una palabra más sobre esa criatura, incompetente por añadidura. ¡Si por lo menos cantara bien! Y otra cosa: ¿comprenderá alguna vez a Puccini? Personalmente, creo que no. - Jane, querida ¡no te enfermes! Y menos, ahora.
Supongo que aún los lectores no familiarizados con el mundo de la ópera habrán oído hablar de Elsa De Ruyter, una de las sopranos más solicitadas por los principales teatros del mundo durante los últimos veinte años. Los nombres y fechas mencionados al comienzo aparecen en el diario íntimo de Elsa, y no se refieren a encuentros con amigos, sino a representaciones de la ópera Norma, y a los demás participantes. A la temperamental Elsa le gustaba escribir comentarios sobre eventos en su rica vida, sobre la actuación de otros cantantes y de las orquestas y sus directores, esos integrantes indispensables de todo conjunto (usen o no una batuta).
Los apuntes reproducidos reflejan el carácter vehemente de Elsa. En sus opiniones contundentes abundan los superlativos exuberantes. Para esta ocasión, el texto de algunos de sus muy poco convencionales juicios ha sido depurado, aunque a mucha gente no le molestaban los adjetivos exagerados, puesto que éstos formaban parte del encanto de la conversación con Elsa.
A causa de su teatral manera de expresarse y de comportarse, tanto sobre el escenario como fuera de él, Elsa De Ruyter ha estado siempre en la mira de los críticos y de la prensa, esa inagotable fuente de noticias y rumores y comentarios sociales, siempre preparada para atribuir a los famosos toda suerte de relaciones amorosas. Ella no niega haber tenido más de una, pero afirma que el único hombre que verdaderamente le importó, ha sido el director de orquesta Otto Kapellstock.
Elsa y Otto se amaron apasionadamente a través de los continentes, a pesar de los prolongados períodos de separación como consecuencia de los respectivos compromisos artísticos, que rara vez les permitieron trabajar juntos. En una ocasión, Elsa cantaba en San Francisco cuando Otto reemplazó a un colega enfermo en dos conciertos en Los Ángeles. Entre las funciones, Otto logró hacerse una escapada a San Francisco, un sacrificio considerable en vista de las pocas horas que tenía disponibles. En uno de los cuadernos, hay un relato de ese breve encuentro, pero el texto está tachado, excepto la fecha y el nombre del hotel, el Golden Gate Hermitage.
Los artistas internacionales viajan durante gran parte del año por el mundo. Es en los hoteles donde se preparan, descansan, y adonde vuelven después de haber realizado el permanente esfuerzo que cada representación requiere. Elsa daba mucha importancia a esos detalles, y los seleccionaba cuidadosamente.
No concretaron el casamiento con la misma rapidez con que se habían enamorado, pero un buen día sonaron las trompetas en la marcha nupcial. Centenares de artistas y celebridades del mundo del arte presenciaron la pomposa ceremonia y una fiesta romántica, acordes con el estilo de vida y la fama de los contrayentes. Otto le regaló a su Elsa un vistoso abrigo de piel, y mostraba con orgullo el obsequio de ella, una perfectamente inútil, pero preciosa batuta de marfil, hecha a medida.
Después de un noviazgo de doce años, el tan esperado matrimonio duró, sin embargo, sólo doce meses. Fue el desafortunado resultado de una incompatibilidad de caracteres.
Estando yo en octubre último de vacaciones en Viena, me enteré de que Elsa De Ruyter cantaba Così fan tutte en el Teatro Lírico. Compré una entrada, averigüé en qué hotel se alojaba, y le hablé por teléfono para saludarla. Hacía mucho que no nos veíamos, y Elsa dijo que estaba contenta de oírme, pero casi no me hablaba. Probablemente estaba concentrándose, porque una hora después, más distendida, me llamó para sugerirme que la invitara a cenar después de la función.
Me acomodé en la butaca, dispuesto a disfrutar de esa deliciosa obra de Mozart, con un elenco de primer nivel. Y Elsa era una soprano mozartiana por excelencia. ¡Cuántas veces habré escuchado esa voz privilegiada, en el teatro, por radio, y en discos!
Compartí con el siempre exigente público vienés el deleite por la buena música, y especialmente la espléndida actuación de Elsa, que esa noche estaba muy inspirada. Al finalizar la segunda de las dos arias grandes de Fiordiligi, los aplausos no estallaron mientras Elsa cantaba todavía las últimas notas. Contrariamente a la ya centenaria costumbre, la claque demoró la ovación hasta que también la orquesta hubiera transmitido toda su carga emotiva a la sala.
Durante la cena charlamos animadamente, pero yo tenía la sensación de que Elsa quería preguntar o decirme algo, y que le resultaba difícil hacerlo. La acompañé hasta su hotel predilecto en Viena, el Servus. En su habitación me entregó una carpeta con unos escritos. Pidió que le ayudara a publicarlos, pero más adelante; me avisaría cuándo quería hacerlo. Por el momento, sólo me rogó que los guardara. No me dijo el motivo, y tampoco se lo pregunté; los diarios de ayer me lo revelaron: aquel Festival había sido su canto de cisne, y Elsa lo sabía.
Ahora puedo leer, y debo publicar, las Memorias de Elsa De Ruyter. Hoy recibí la formal expresión de su voluntad, juntamente con una carta, fechada antes de ayer. La tengo delante de mí:
"Mi querido Otto : Cuando leas esto, ya ..."