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miércoles, 11 de marzo de 2009

Una batuta a la medida

Queridos amigos de este nuevo blog, tengo el placer y el honor de presentarles otro relato de nuestro querido Federico R. Bär, a quien, en nombre de todos los lectores, se lo agradezco infinitamente.

Septiembre 22 al 30: Milano. Norma, con Lui­gi, Jane, Pierre. La Sinfónica de Torino con Ot­to. Ho­tel: Croc­ce di Malta. El debut y las cua­tro fun­ciones siguientes, éxitos sensacionales, salas reple­tas, real­mente inol­vi­da­ble. El públi­co ita­liano, más eu­fóri­co y ado­ra­ble que nunca. Lo amo.­


La orquesta, sublime, sutil, bri­llante, ex­plosi­va. Otto, sim­ple­mente grandioso. Quizás por lo que le ocu­rrió en pleno ensa­yo gene­ral: se le cayó la batu­ta; al sal­tar torpe­mente del es­trado para recogerla, pisó mal y la rompió. Le tra­je­ron otra, idéntica a la que estaba usando, pero no le gustó, la dejó sobre el atril. Termi­nó di­ri­gien­do sin batu­ta, estupen­damente bien, no se notó abso­lu­ta­men­te ninguna di­ferencia. Es un ge­nio, ¿qué duda cabe?


Pero ¿quieren es­cuchar qué me con­testó ese eter­no necio cuando se lo di­je? Pres­ten aten­ción y créanme: ¡Me lo dis­cu­tió! Dijo que no estuvo con­forme con su ac­tua­ción. ¡Habráse oído se­me­jante tonte­ría en todo este ancho y glorioso mundo! To­tal­men­te inconce­bi­ble en un ser que, por lo de­más, es tan nor­mal. Pero él tiene esa cos­tum­bre des­precia­ble, la de di­sen­tir con­migo cuando ten­go toda la ra­zón del mun­do. ¿Por qué demonios es tan in­creí­ble­mente por­fia­do? Di­cho sea de paso, hoy me ha pro­puesto otra fecha para el casa­mien­to. Esta es la terce­ra vez ¿será la ven­ci­da?


Con respecto a esas malditas batu­tas, el tema me intriga. Cuén­tenme, mis apreciados se­ño­res conducto­res: ¿Para qué demontres nece­si­tan un mise­rable pa­lito, para marcar el com­pás e indi­car a treinta o se­ten­ta, o cien ex­celen­tes mú­si­cos cómo deben leer una partitu­ra que ellos co­nocen tan bien como us­te­des mis­mos?


Digo yo ¿será un delicado símbolo de pres­ti­gio? Algunos dirigen­te­s son tan exage­rada­men­te ex­trava­gan­tes, que las mandan a ha­cer a medida. Sí se­ñor, ¡a me­dida! Tanto de largo y tanto de diá­me­tro, y que no pese ni mucho ni poco. Ah, y a no olvi­darse de ins­truc­ciones preci­sas sobre de­ta­lles como el color y la cla­se de ma­de­ra, de caña, de hueso, de marfil o de lo que fuera. Qué exquisi­to, ¿verdad? ¡Y qué impor­tan­te! Como si se trata­ra de un mue­ble de esti­lo. Sin­cera­mente, el per­fec­to colmo de la ridicu­lez.


En fin, volvamos a lo impor­tante: los so­lis­tas estuvieron estu­pen­dos, me inclu­yo. Men­ción apar­te merece lo de Jane. ¡Qué mu­jer ad­mi­rable, qué fuerza de voluntad! ¿Quién puede creer que cantó como lo hizo, cuando el día an­te­rior esta­ba todavía en cama, con treinta y ocho de fie­bre? Nadie.


Para mí, la culpa la tiene el ho­tel. Me gusta és­te, pero la ca­lefac­ción no es la ade­cuada para esta épo­ca del año. El ge­rente ha dicho que se ocuparía del asunto, pero hasta el momen­to las cosas no han mejorado.


La cuestión es que Jane se le­vantó. Por suer­te, le so­bra ca­pa­ci­dad para este pa­pel, pero ella corre el tre­men­do ries­go de una re­caí­da fe­roz, y de no poder can­tar su rol favo­ri­to la se­mana próxi­ma en Luzern. Eso, ade­más, me desa­gra­da­ría profundamente, por­que en ese caso la re­em­plaza­ría Emily, y can­tar con esa mu­jer sería para mí un verdadero supli­cio, la mayor desgra­cia que me pu­diera suce­der. Sólo Dios sabe cómo detesto a esa ras­tre­ra infame, hija de mil pros­ti­tu­tas. No ol­vidaré jamás lo que me hizo en Pa­rís cuan­do ... Pero bas­ta, no diré una palabra más sobre esa criatura, in­compe­tente por añadi­dura. ¡Si por lo menos can­tara bien! Y otra co­sa: ¿com­prenderá alguna vez a Puccini? Per­so­nal­men­te, creo que no. - Ja­ne, que­rida ¡no te en­fer­mes! Y menos, aho­ra.


Supongo que aún los lectores no familia­ri­za­dos con el mundo de la ópera habrán oído ha­blar de Elsa De Ruy­ter, una de las sopranos más soli­citadas por los prin­cipales teatros del mundo duran­te los últi­mos veinte años. Los nombres y fechas mencionados al co­mien­zo apa­re­cen en el diario ínti­mo de Elsa, y no se re­fieren a en­cuentros con ami­gos, sino a repre­sen­ta­ciones de la ópe­ra Nor­ma, y a los demás participantes. A la temperamental Elsa le gus­taba escribir co­men­ta­rios sobre even­tos en su rica vida, sobre la actua­ción de otros can­tan­tes y de las or­questas y sus directores, esos inte­gran­tes in­dis­pensa­bles de todo conjun­to (usen o no una batuta).


Los apuntes reproducidos reflejan el carácter vehe­mente de Elsa. En sus opiniones contundentes abun­dan los superlativos exu­be­rantes. Para esta oca­sión, el texto de algu­nos de sus muy poco conven­cio­nales jui­cios ha sido depu­rado, aunque a mucha gente no le mo­les­ta­ban los adje­tivos exagerados, puesto que éstos for­ma­ban par­te del encanto de la con­ver­sa­ción con Elsa.


A causa de su teatral manera de expresar­se y de com­portarse, tan­to sobre el escenario como fuera de él, Elsa De Ruyter ha estado siempre en la mira de los crí­ticos y de la pren­sa, esa ina­go­table fuente de noti­cias y rumores y comen­ta­rios sociales, siempre prepa­rada para atribuir a los famosos toda suer­te de re­lacio­nes amoro­sas. Ella no niega haber tenido más de una, pero afirma que el ú­nico hom­bre que verdaderamente le impor­tó, ha sido el director de or­questa Otto Ka­pellstock.


Elsa y Otto se amaron apasionada­mente a tra­vés de los con­ti­nen­tes, a pesar de los pro­longa­dos períodos de se­paración como conse­cuencia de los respectivos compro­mi­sos artís­ticos, que rara vez les permitieron trabajar jun­tos. En una oca­sión, Elsa cantaba en San Fran­cis­co cuan­do Otto reemplazó a un cole­ga en­fermo en dos con­ciertos en Los Ángeles. En­tre las fun­cio­nes, Otto logró hacerse una es­capada a San Francisco, un sacri­fi­cio con­side­ra­ble en vista de las pocas horas que te­nía disponi­bles. En uno de los cua­der­nos, hay un relato de ese bre­ve encuentro, pero el tex­to está ta­cha­do, excep­to la fecha y el nom­bre del ho­tel, el Gol­den Gate Her­mitage.


Los artistas internacionales viajan durante gran par­te del año por el mun­do. Es en los hote­les donde se pre­pa­ran, descansan, y adonde vuel­ven después de haber rea­lizado el perma­nente esfuerzo que cada representa­ción requie­re. Elsa daba mucha importan­cia a esos deta­lles, y los seleccionaba cuidadosa­men­te.


No concretaron el casamiento con la misma rapidez con que se habían enamo­ra­do, pero un buen día sonaron las trompe­tas en la marcha nup­cial. Centenares de ar­tis­tas y cele­bri­dades del mundo del arte presen­ciaron la pomposa ce­re­monia y una fies­ta román­tica, acordes con el estilo de vida y la fama de los contrayen­tes. Otto le re­galó a su Elsa un vistoso abrigo de piel, y mos­traba con orgu­llo el obsequio de ella, una per­fec­ta­men­te inú­til, pero pre­ciosa batu­ta de mar­fil, hecha a medida.


Después de un noviazgo de doce años, el tan espe­ra­do matri­monio duró, sin embargo, sólo doce me­ses. Fue el desafortunado resulta­do de una incompatibili­dad de ca­rac­te­res.


Estando yo en octubre último de vacacio­nes en Vie­na, me enteré de que Elsa De Ruyter can­taba Così fan tutte en el Teatro Lírico. Compré una en­trada, ave­rigüé en qué hotel se alojaba, y le hablé por telé­fono para saludarla. Hacía mu­cho que no nos veía­mos, y Elsa dijo que es­taba con­ten­ta de oír­me, pero casi no me habla­ba. Pro­ba­ble­mente es­taba con­cen­trándose, porque una hora des­pués, más dis­ten­dida, me llamó para su­gerir­me que la invitara a cenar después de la función.


Me acomodé en la butaca, dispuesto a dis­fru­tar de esa deliciosa obra de Mozart, con un elen­co de primer ni­vel. Y Elsa era una so­prano mo­zartiana por exce­lencia. ¡Cuán­tas ve­ces habré escu­chado esa voz privile­giada, en el teatro, por radio, y en dis­cos!


Compartí con el siempre exigente público vie­nés el deleite por la buena música, y especial­mente la es­plén­dida ac­tuación de Elsa, que esa noche esta­ba muy inspira­da. Al fina­lizar la se­gunda de las dos arias grandes de Fiordiligi, los aplausos no esta­lla­ron mien­tras Elsa can­taba todavía las últi­mas no­tas. Con­tra­ria­mente a la ya cen­te­naria cos­tum­bre, la cla­que demoró la ovación hasta que tam­bién la or­questa hu­biera trans­mi­ti­do toda su carga emo­tiva a la sala.


Durante la cena charlamos animadamente, pero yo te­nía la sensación de que Elsa quería pre­gun­tar o decir­me al­go, y que le resultaba difícil hacer­lo. La acom­pañé has­ta su hotel predilecto en Viena, el Servus. ­­En su ha­bita­ción me entregó una carpe­ta con­ unos es­cri­tos. Pidió que le ayuda­ra a publi­car­los, pero más adelante; me avi­saría cuándo que­ría hacer­lo. Por el momen­to, sólo me rogó que los guar­dara. No me dijo el motivo, y tampoco se lo pre­gun­té; los diarios de ayer me lo reve­la­ron: aquel Festival había sido su canto de cisne, y Elsa lo sa­bía.


Ahora puedo leer, y debo publi­car, las Me­mo­rias de Elsa De Ruyter. Hoy re­cibí la for­mal expresión de su vo­lun­tad, juntamente con una car­ta, fechada antes de ayer. La tengo de­lante de mí:


"Mi querido Otto : Cuando leas es­to, ya ..."