Queridos amigos: tengo el placer y el honor de inaugurar este blog con un relato de nuestro amigo Federico R. Bär. Espero que haya muchos más, de Federico y de otros amigos.
Sin contarles mucho del relato de Federico, me quedo con su pensamiento final: los hombres hacen las guerras, y las guerras deshacen a los hombres.
En la pequeña estación ferroviaria de Haour Geulis se hizo un trasbordo, poco común en zonas pobladas: el vagón de pasajeros fue reemplazado por una lorry, un carro con asientos para seis u ocho personas, y la resollante máquina a vapor, por seis coolies, una suerte de locomotoras de tracción a sangre. Acostumbrados a hacer trabajos duros, empujaban el vehículo y, cuando ya no podían imprimirle más velocidad, prolongaban el efecto de la inercia saltando sobre los estribos con un movimiento coordinado.
La vía única recorría terrenos con una abundante vegetación tropical, hacia la costa norteña de la isla de Java. En algunos tramos se formaban bóvedas de ramas y flores silvestres, con el lila como color predominante, a través de las cuales los rayos del sol se filtraban con dificultad. Tuvieron que parar dos veces, una para no llevarse por delante un buey empacado, y otra para ceder la vía a un tren carguero.
Pablito se sorprendió al ver cómo los obreros levantaron el vehículo y volvieron a encarrilarla sin visible esfuerzo. Admiró sobre todo al capataz, porque rengueaba pero tenía una fuerza y una agilidad que compensaban el defecto ampliamente. Su cuerpo atlético parecía un solo músculo de acero flexible.
La lorry se detuvo una vez más, para un breve descanso. Los hombres se tendieron a la sombra de un tamarindo, a fumar unos pitillos cónicos que ellos mismos liaban. También abrieron cocos, compartiendo el refrescante y sabroso líquido con los dos pasajeros. Federico Aisa era el administrador de Metawati (1), la plantación de caucho, adonde el grupo se dirigía. Había ido a la ciudad para buscar a su hijo Pablo, quien durante el año escolar vivía en la casa de unos tíos, en la ciudad. Hoy comenzaban las últimas vacaciones antes del secundario.
En esa época del año, las abundantes lluvias hacían del cruce del Río Chimánuk una aventura. Pero el barquero era un buen conocedor de la corriente y los escollos, y los condujo sin zozobras a las suaves barrancas de la otra orilla. Detrás de las casitas de los obreros ya se asomaba por entre los árboles el techo de la fábrica de látex de Metawati. Las casas estaban construidas sobre pilotes, porque la selva con sus víboras y tigres estaba cerca, y las lluvias tropicales pueden convertir jardines en lagunas, en pocos minutos.
La casa del administrador, rodeada de una ancha galería, era grande y acogedora. Sólo los dormitorios tenían puertas, para darles intimidad; los demás ambientes estaban separados por esterillas de junco, que acentuaba aún más su carácter fresco, espacioso y hospitalario.
Con el mentón apoyado en el alféizar de la ventana, Pablo saboreaba el pesado perfume nocturno de la jungla. Por un instante, los cientos de grillos y tokehs -el nombre onomatopéyico de una pequeña lagartija- se callaron todos al mismo tiempo, para que él pudiera oír el aleteo de pájaros y el rugido de tigres. ¿O sería de leones? Porque le parecía que los tigres no rugían.
Mañana, su padre iba a cazar jabalíes, y Pablo estaba excitado por la perspectiva de poder acompañarlo. Estaba seguro de que pronto volvería a familiarizarse con los ruidos y los silencios de la selva. Sabía que ya cumplía con dos requisitos para ser un buen cazador: tener puntería y un buen oído. Había preparado su rifle de aire comprimido para practicar tiro al blanco, mañana a primera hora. Ocasiones para hacerlo, sobraban.
- Ah sinyo Pablo, soy yo, Minggu - contestó una voz su pregunta. - No tenía sueño, y salí a dar una vuelta. Estoy con Ahmed.
Se acercaron para que Pablo los reconociera. Eran el capataz cojo, y uno de los coolies que los habían traído de Haour Geulis. Charlaron un rato sobre el viaje, el tiempo, la caza, la plantación. Minggu era nuevo en la fábrica, pero se había ganado pronto la confianza del administrador, y era conocido y estimado por todos.
A la tarde siguiente, Federico se desocupó temprano para supervisar los preparativos para la caza. Rifles, municiones, soga, cuchillos, linternas, cantimploras, bizcochos, pastillas de menta. Iba a ser una noche ideal para cazar: humedad, poco viento, luna creciente. Después de cenar echaron a andar. A los cinco minutos, un grito de Pablo alarmó a la expedición. Enfocando su linterna hacia ramas altas, no había visto un pozo profundo al lado del sendero. Con un salto felino, una gigantesca figura se puso a su lado y lo ayudó a salir. Era Minggu. Por suerte, Pablo no se había lastimado. Se secó una lágrima y prometió no dar un paso más sin iluminar la senda. Además, Minggu ya no lo perdía de vista.
Media hora de marcha los llevó a un claro en el bosque, donde había un mangrullo. Subieron las armas y las provisiones, y luego de recibir las últimas instrucciones, los batidores se dispersaron.
Un cerdo, espantado por un grupo de batidores, no tardó en salir de entre los arbustos. Cruzó el espacio abierto con desesperación, pero antes de llegar al otro borde, frenó en seco: ¡allí también había enemigos! Intentó escapar por la derecha, cuando Federico le disparó una carga mortífera. Había esperado ese preciso momento de indecisión; como cazador experto, él conocía el riesgo innecesario de errar el difícil tiro a un animal en carrera. El jabalí tambaleó y cayó sobre un costado con un gruñido que calaba los huesos. Unos espasmos sacudieron su cuerpo. Llegaron los batidores, jadeando y satisfechos. Algunos hicieron señas hacia lo alto del mangrullo, felicitando a su jefe por el tiro efectivo.
Pablo presenció la escena con una mezcla de fascinación y horror. Se había imaginado la caza como una andanza romántica y peligrosa, con persecuciones excitantes, tiros errados, otros animales acudiendo en ayuda de la víctima amenazada, atacando a batidores y cazadores. Esto no se lo había esperado. Le parecía una cobardía, un crimen. Federico intuyó lo que el chico sentía, y le puso una mano sobre el hombro.
- ¿Esto no te gusta, verdad?
Pablo no contestó. Tampoco era necesario.
Federico le explicó:
- Escucha, hijo. Matar por matar es cruel, e inútil. Pero matar a un animal para tener comida o, como en este caso, porque causa daños, no es malo. Incluso tiene sentido cuando hay una necesidad biológica. Los animales entre ellos también se matan. Pero lo hacen para no morir de hambre, o para evitar que enemigos invadan sus territorios. Es la ley de la vida, ¿sabes?
Aunque Pablo suponía que su padre tenía razón, no quedó convencido de que era así. Necesitaba tiempo para asimilar esa experiencia. Años más tarde leería en un libro sobre animales un párrafo que lo fascinaría, y que le retrotraería a estos momentos:
... desde el principio de los tiempos se transmite de hombre a hombre, de tribu a tribu, entre todos los que matan la carne respetando el espíritu, la ética antigua de los cazadores, que consideran como el más importante tabú matar más de lo que se puede comer ... (2)
Después de un descanso y una breve discusión sobre la táctica a seguir, los batidores volvieron a desaparecer. Dos o tres veces se oyeron ruidos que se acercaban y se alejaban, pero no tuvieron éxito, y al rato se dio por terminada la batida, para gran alivio de Pablo. Al bajar de la atalaya, su curiosidad fue venciendo a su repugnancia. Una cosa era ver cómo mataban un animal y otra, muy distinta, ver un animal muerto. Ya que estaba, quería verlo de cerca.
Desde allí arriba, le parecía un cerdo chico, pero el que tenía a sus pies, lo impresionó por el tamaño y por la fuerza que debía haber tenido cuando todavía era salvaje. La piel era una coraza; instintivamente, Pablo la comparó con la de Minggu. Este último estaba dirigiendo la tarea de atar al jabalí sobre una camilla de ramas y soga, fabricada in situ. Los hombres se turnaron para cargar los macizos ciento treinta kilos; ya se imaginaban el suculento asado que comerían esa noche.
Pablo acompañó a su padre en la ronda diaria por la plantación de caucho, en plena actividad. El pegajoso líquido se recogía en vasos de aluminio; de allí se volcaba en baldes y luego en tarros, que eran cargados en carritos para ser transportados a la fábrica. Federico inspeccionó los árboles, y lo felicitó a Minggu por las incisiones practicadas en la corteza. Se requiere mucha destreza para lograr el ancho y la profundidad óptimos que deben tener los cortes sesgados en espiral alrededor del tronco. Para obtener el máximo rendimiento de los árboles, se alternan períodos mensuales de producción y de descanso.
Había una creciente demanda de esta sangre blanca, que era una materia prima vital para el funcionamiento de las monstruosas maquinarias que, escupiendo fuego y terror, rodaban y navegaban y volaban por el mundo para conquistar países. Cada vez más territorios, para someter a cada vez más pueblos a una ideología nefasta.
Claro está que Pablo aún no tenía noción de todo eso. Federico sí, pero él no tenía la más leve sospecha de que su país, tan pacífico y además tan alejado de las zonas de conflicto, poco tiempo después iba a ser arrastrado en una guerra mundial, la segunda en dos décadas. En efecto, ésta estalló al finalizar aquellas vacaciones de Pablo.
Poco después, una tarde Pablo estaba jugando con unos amigos en la calle cuando se detuvo un jeep. Un condecorado militar de muy gruesos anteojos se bajó, y con una amplia sonrisa les hizo señas para entrar con él en el kiosko de enfrente. Les preguntó algo que no entendían y que tampoco importaba, porque quedó muy clara su invitación a elegir las golosinas que quisieran. Con gran alegría, al verlos contentos, trató nuevamente de decirles algo, y cuando se dio cuenta de que era inútil, se despidió con la misma sonrisa de oreja a oreja, dándoles la mano a cada uno, como si fueran amigos. Más tarde, contando en casa el episodio, Pablo pensó que para el oficial en ese momento ellos probablemente representaban a los amigotes de su hijo, allí tan lejos, y que sentía un impulso de regalarles algo.
Cerca de Metawati se había instalado una unidad de resistencia activa. Federico había asumido el riesgo de permitirles el acceso a la plantación, y les proveía de víveres, ropa, tabaco, lectura y noticias que captaba en su receptor clandestino. Cuando ciertos hechos los obligaron a retirarse a otra parte, él no quiso saber adónde fueron. Cuanto menos supiera uno en esa época, menos se comprometía a sí mismo y a los demás. Sólo se aseguró de que no hubieran dejado huellas. Esperando la balsa para cruzar el Río Chimánuk, Federico se encontró con Carlos Ransda, uno de los combatientes. Tenía muy mal aspecto, estaba flaco y cansado.
- No, Aisa. No estamos bien allí. Nos resulta difícil conseguir alimentos, escasean las municiones, y hemos perdido a dos hombres. Juan Tampat y el Gorila Mirko.
- ¡No me digas! -reaccionó Federico -. ¡Cuánto lo siento! Y no sólo porque eran tipos excelentes ... Todos ustedes lo son.
Se miraron en silencio.
- Dime, Carlos -. Se le ocurrió a Federico preguntar si el grupo tenía la intención de volver a sus terrenos.
Ransda tragó saliva.
- Se habló de esa posibilidad -, admitió. - Pero quédate tranquilo, finalmente Mesrof decidió que no.
A Federico no se le había escapado la vacilación de Carlos antes de contestar. Pero no le preguntó nada, la balsa ya partía. Se despidieron con un apretón de manos, que en esas circunstancias tenía la carga emotiva de saber que cada abrazo podía ser el último.
- ¿Kgfedi hudaso taitebe na?
Federico miró a su interlocutor, un capitán del ejército de ocupación. Le resultaba curioso oír esa voz gutural y cortante, y ver esa cara que parecía sonreír detrás de unos anteojos gruesos. Casi podría decirse que era amable. Se acordó de lo que le había contado Pablo, a quien acababa de visitar en la ciudad: luego de haber jugado al fútbol -en la calle, con una vieja pelota de tenis- Pablo estaba con unos amigos en el almacén de la esquina, cuando se detuvo un jeep con dos oficiales extranjeros. Uno de ellos entró e invitó a los chicos a elegirse las golosinas que quisieran.
Evidentemente, se trataba de un padre que, muy lejos de su país, veía jugar allí a sus propios hijos, e hizo lo que haría si estuviera con ellos. La abismal diferencia de idiomas impidió que obtuviera respuesta a sus preguntas, pero estrechó la mano a cada uno de los chicos y volvió al jeep con evidente satisfacción por la alegría que había originado.
Pablo había quedado impresionado por la inesperada gentileza de ese militar con sus coloridas condecoraciones, sus gruesos anteojos y su lenguaje, incomprensible pero acompañado de una permanente sonrisa. Si ésto -se había preguntado Pablo- era la guerra, ¿por qué la gente le tenía tanto miedo?
Esos extranjeros habían ocupado el país de una manera traicionera, sin ese preaviso llamado declaración de guerra. No había tiempo para armar una defensa - que, de todos modos, habría resultado inútil frente al enorme poderío desplegado por los invasores. Por suerte, esa circunstancia también impidió más derramamiento de sangre. Pero los horrores de la guerra no se limitan a los campos de batalla; continúan en otros campos, que por la ausencia de aviones, tanques y cañones son menos espectaculares, pero no menos terroríficos.
Naturalmente, el oficial frente a Federico no demostraba ternura alguna. Con un culatazo de fusil apuró al agricultor que los acompañaba, oficiando de intérprete.
- Eh, imbécil, ¿qué esperas para traducirlo?
Asustado, el hombre transmitió la pregunta:
- Quiere saber dónde se esconden los hombres, señor.
Federico sintió que la sangre se le subía a la cara y le hacía cambiar de color. Con presencia de ánimo se agachó para atar el cordón de un zapato. Volvía de la ciudad, todavía no se había puesto las botas que siempre usaba en el campo. Se incorporó lentamente para ganar tiempo y tratar de controlar sus nervios. Frunció las cejas e incluso fingió fastidio.
- ¿Qué hombres? ¿De qué me está hablando este desgraciado?
El intérprete, más tranquilo ahora, tradujo la contra-pregunta con evidente habilidad, porque el capitán no se disgustó. Pero tampoco cambió el tono de su voz; desde lo más profundo de su garganta seguía martillando cada sílaba.
- No seas mentiroso. Te doy un minuto. ¡Si no, los encontraré yo, y te aseguro que entonces te irá muy mal!
Federico respiró hondamente para deshacer el nudo que se le iba formando en el estómago. Con la mayor indiferencia posible, se encogió de hombros.
- Que busque donde quiera.
El oficial escupió en el suelo y gruñó una orden al grupo de soldados que los rodeaban. Algo en la actitud o las respuestas de Federico no le había gustado, porque lo llevaron al cuartel.
Al llegar Ransda al refugio, lo sorprendió una actividad inusitada. ¿Qué habría pasado?
- Justo a tiempo, Carlos - lo saludó el teniente Mesrof. - Partimos esta noche. A Metawati.
- ¿A Metawati. Cómo? ¿No habíamos ...
- Sí - lo interrumpió Mesrof -. Ya lo sé. Pero lo pensé bien y cambié de opinión. Insisto en que los intereses que defendemos, ya no valen los riesgos cada vez más grandes que corremos aquí. Somos menos, tenemos que cuidarnos mucho. Y a pesar de todo, en Metawati podremos reagruparnos mejor.
Carlos suspiró.
- Está bien. Es tu decisión. Sólo que ...
- ¿Sólo, qué? Tú mismo estabas en favor de esa alternativa.
- Sí - admitió Carlos -. Pero es que ... bueno, esta mañana me encontré con Federico. Me preguntó si pensábamos volver allí. Qué presentimiento acertado - por lo que veo ahora.
Se levantó para tomar agua de la cantimplora colgada sobre la mesa de la tienda.
- Sigo sin ver el inconveniente - arguyó el comandante -. A Federico le molestaremos lo menos posible ahora. Y los pobladores allí seguramente volverán a ayudarnos, no como los de aquí.
- Eso es lo que esperamos. Lástima que en estos momentos él no volverá de la ciudad en dos o tres días; me siento un poco culpable de que vayamos allí sin avisarle, justamente ahora que no nos espera.
El comandante se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en la mesa, y miró a su camarada de armas.
- Estamos en guerra, Carlos. Ya no puedo detener este operativo. Así que ...
Se incorporó.
- ¿Quieres encargarte entonces de ubicarlo a Federico?
Ransda asintió.
- Claro que sí. Aunque pensaba dormir quince horas, estoy molido. Dios Santo ¡cuándo podremos echar a patadas a estos hijos de mil putas! O mejor todavía, tirarlos desde un avión. Desde muy alto. Uno por uno, y directamente al cráter de un volcán. Mira qué casualidad, ayer entró en actividad el Cheremai.
Mesrof soltó una carcajada.
- Yo también estaba por desahogarme con algo similar. Por ahora no hace falta, gracias. Así puedo guardar mis improperios para otra oportunidad - que no faltará. Bien, trata de conseguir algo para comer, y ve a descansar una hora si quieres. Nos veremos en Metawati. ¡Good luck!
Camino a la ciudad, Carlos Ransda fue interceptado por la misma patrulla que había encontrada al administrador Aisa cuando éste volvía a Metawati. En la confrontación lograron ocultar que se conocían, pero fue inútil. Carlos, desnutrido y agotado, no sobrevivió el primer interrogatorio. No abrió la boca, pero su captura había proporcionado una pista, y el grupo fue aprehendido muy cerca, pero fuera de Metawati. Las prolongadas torturas no surtieron el efecto deseado, porque Federico realmente no sabía nada; sin embargo, un tribunal militar lo juzgó culpable de haber retenido información vital, y lo condenó a muerte.
Interrogadores profesionales formulan sus primeras preguntas con cierta, llamémoslo, amabilidad. Ante una actitud poco colaboradora levantarán la voz pero sin enojarse, y se sentarán delante del preso, a comer un pollo con las manos, a beber cerveza con mucha espuma, y a soplarle suavemente humo de cigarrillos en la cara.
Luego, las sesiones se celebrarán preferentemente entre las dos y las cinco de la madrugada, frente a la concentrada luz de un reflector. No habrá más preguntas, sólo alguna que otra orden monosilábica, acompañada de vueltas de clavijas sobre uñas y dedos o de leves descargas eléctricas sobre otras partes del cuerpo más sensibles y todavía no lastimadas. Si persigue la actitud negativa del individuo recalcitrante, lo mandarán a trotar en pequeños círculos, y después de hacerlo tragar ingentes cantidades de agua a través de una manguera, lo harán arrodillar por largos ratos sobre pedregullo, bajo el sol del mediodía.
El acusado que haya soportado éstos o peores suplicios preliminares sin soltar prenda, habrá logrado ahora suscitar la impaciencia de sus entrevistadores, quienes no tardarán en exhibir su arte suprema: torturar la mente. Utilizan a este efecto herramientas provenientes de los más sofisticados talleres psicológicos. Desde que el mundo es mundo, refinadas y sutiles técnicas son elaboradas y ejecutadas por una escalofriante especie de entes que, aunque parezca mentira, alguna vez han sido seres humanos.
Es que para los torturadores, la figura que tienen enfrente no es una persona, sino sólo un objeto, un instrumento que hay que hacer cantar. Con una delicadeza digna de mejores causas, dosifican los martirios y regulan la intensidad para que la víctima sufra, pero no pierda la esperanza, y no caiga en un estado de apatía, del cual podrá no salir más.
Cuando terminó la guerra, Pablo fue a Metawati. Las instalaciones estaban en un deplorable estado de abandono, pero de una de las casitas salió alguien que quizás podía contarle algo sobre su padre. Pablo no reconoció en seguida al hombre encorvado, pero cuando lo vio renguear, se dio cuenta de que era Minggu. Su piel de coraza estaba arrugada, y su cuerpo ya no era atlético. Se emocionó al volver a ver a Pablo, todo un hombrecito ya.
Con la cabeza gacha, Minggu contó que los combatientes habían sido fusilados. Pero su voz cada vez más baja y una mueca involuntaria cuando mencionó a su querido patrón, delataban que estaba ocultando algo. Presionado por las insistentes preguntas del muchacho, admitió que su padre había muerto de otro modo. Desviando la mirada, le reveló finalmente la verdad: Federico fue decapitado, al lado de una fosa que él mismo había tenido que cavar.
Con un gesto mudo que Minggu comprendió en seguida, Pablo se hizo acompañar a ese sitio. Se estremeció al recordar el mangrullo en el claro del bosque, allí donde había visto la Muerte por primera vez y de tan cerca. Evocó los últimos momentos de vida de esa otra criatura, también inocente y también paralizada de terror al verse rodeada de enemigos feroces. Lágrimas cayeron sobre sus manos apretadas, y sintió la misma indignación que aquella vez.
En su última etapa en el colegio, Pablo tomó conciencia de que un sentimiento de venganza había crecido en él. Después de una paciente averiguación, supo quién había sido el presidente de ese tribunal. Viajó al país de los que habían invadido el suyo, y logró que el verdugo de su padre, ahora un militar retirado, lo recibiera en su despacho. Al cerrar la puerta, Pablo no atinó a sacar su pistola. Lo que vio, le quitó la respiración. Esa amplia sonrisa, esos ojos chispeantes detrás de gruesos lentes ...
Sus recuerdos dieron un salto de catorce años y se detuvieron en un jeep, un kiosko, y un militar extranjero que le regalaba caramelos y le hablaba en un idioma ininteligible, pero que seguramente quería saber su nombre, y contarle que tenía un hijo igual a él. Y Pablo que no comprendía por qué la gente le tenía tanto miedo a la guerra. Ahora lo estaba comprendiendo.
Los hombres hacen las guerras, y las guerras deshacen a los hombres.
Meneó la cabeza, dio media vuelta y se fue.
Si el coronel leyera este relato, ya no estaría tan intrigado por el motivo de esa visita.
_______________
[1] 15 km. van Haoer Guelis, 10 km. van de Tjipoenegara. 500 bouw = 350 Ha.
[2] Éste es el párrafo completo, tomado del "Monólogo para un elefante muerto", en las págs 109/111 del libro Animales Salvajes, de Félix Rodriguez de la Fuente - Ed. Everest, Madrid:
"... Yo te cantaré una canción, hermano elefante. Yo pondré en tus oídos muertos el misterio de unas palabras que aprendí de un chamán de los pigmeos efé. Unas palabras que se han transmitido de hombre a hombre, de cazador a cazador, desde el principio de los tiempos. De las tribus del mamut a las hordas de matadores de mastodontes, de los bosquimanos a los pigmeos; de todos y entre todos los que han matado la carne respetando el espíritu. De la ética antigua de los cazadores que consideraban como el más imperdonable tabú matar más de lo que se podía comer. Escucha, hermano elefante, la canción del pigmeo ...
4 comentarios:
Y este relato fue real???
Muy bueno y emocionante, la verdad.
De principio a fin.
Felicidades por el nuevo blog.
Un abrazo.
Estimada Angélica, te agradezco el comentario, y a Marta me la generosidad de inaugurar este blog con un escrito mío. Estoy muy contento de que te haya gustado y, además emocionado. Con mucho gusto quiero contestar tu pregunta; espero no excederme en detalles:
Existió la plantación de caucho, donde pasé las vacaciones más memorables de mi vida, en gran parte por haber presentado esa cacería de jabalí. Y también fue real el administrador, que era un hermano menor de mi padre y que fue efectivamente torturado y condenado. En el lugar donde fue ejecutado y enterrado, hay ahora un cementerio de honor, hace poco tuve la emocionante oportunidad de visitarlo.
Si bien yo era el chico que recibió los caramelos, la cacería del oficial invasor y todo lo demás corren por cuenta de mi imaginación.
Muchas gracias y un cordial saludo,
Federico
Gracias, Federico por tu respuesta.
Espero leer más escritos tuyos.
Cariños desde Chile.
sú, todos lo esperamos!
Gracias María Angélica por el link a este blog!
un abrazo!
Publicar un comentario