martes, 3 de marzo de 2009

La otra cacería los hombres hacen las guerras, y las guerras deshacen a los hombres


Queridos amigos: tengo el placer y el honor de inaugurar este blog con un relato de nuestro amigo Federico R. Bär. Espero que haya muchos más, de Federico y de otros amigos.

Sin contarles mucho del relato de Federico, me quedo con su pensamiento final: los hombres hacen las guerras, y las guerras deshacen a los hombres.

En la pequeña estación ferroviaria de Haour Geulis se hizo un trasbordo, poco común en zonas pobladas: el va­gón de pasa­jeros fue re­emplazado por una lorry, un carro con asien­tos para seis u ocho personas, y la reso­llante máquina a vapor, por seis coo­lies, una suerte de locomo­toras de tracción a san­gre. Acos­tum­brados a hacer traba­jos duros, empujaban el vehículo y, cuando ya no po­dían imprimirle más velocidad, prolongaban el efecto de la iner­cia saltando sobre los estribos con un movi­miento coor­dina­do.


La vía única recorría terrenos con una abun­dante ve­getación tro­pi­cal, hacia la costa norte­ña de la isla de Ja­va. En algunos tramos se for­maban bóvedas de ramas y flo­res silves­tres, con el lila como color predominan­te, a tra­vés de las cuales los rayos del sol se fil­tra­ban con difi­cul­tad. Tuvieron que parar dos ve­ces, una para no llevarse por delante un buey empa­cado, y otra para ceder la vía a un tren car­guero.


Pablito se sorprendió al ver cómo los obreros levan­ta­ron el vehículo y volvieron a enca­rri­lar­la sin visible esfuerzo. Admiró sobre todo al capataz, porque rengueaba pero tenía una fuerza y una agilidad que compen­saban el de­fecto am­pliamente. Su cuerpo atlé­tico pare­cía un solo músculo de acero flexible.


La lorry se detuvo una vez más, para un breve des­canso. Los hombres se tendieron a la sombra de un tama­rin­do, a fumar unos pitillos cónicos que ellos mismos lia­ban. Tam­bién abrieron cocos, compartiendo el refres­can­te y sa­broso lí­quido con los dos pasajeros. Fede­ri­co Aisa era el ad­mi­nistrador de Metawati (1), la plantación de cau­cho, adonde el grupo se diri­gía. Había ido a la ciu­dad para buscar a su hijo Pa­blo, quien duran­te el año escolar vivía en la casa de unos tíos, en la ciudad. Hoy comenzaban las últimas vaca­ciones antes del secun­dario.


En esa época del año, las abundantes llu­vias ha­cían del cruce del Río Chimánuk una aventura. Pero el barque­ro era un buen conoce­dor de la corriente y los escollos, y los con­dujo sin zo­zo­bras a las suaves barrancas de la otra orilla. Detrás de las casi­tas de los obreros ya se aso­maba por entre los árboles el techo de la fá­bri­ca de látex de Metawati. Las casas estaban cons­truidas sobre pilo­tes, por­que la selva con sus víboras y tigres esta­ba cer­ca, y las llu­vias tropicales pueden conver­tir jardi­nes en la­gunas, en pocos minutos.


La casa del administrador, ro­deada de una ancha ga­le­ría, era grande y acogedora. Sólo los dormito­rios te­nían puer­tas, para dar­les intimi­dad; los demás ambientes estaban sepa­ra­dos por esterillas de junco, que acen­tuaba aún más su ca­rácter fresco, es­pacioso y hospi­tala­rio. En regiones de clima frío, la gente tiende a vivir dentro de su casa; en cierto modo, no pa­rece haber tanta necesidad de brin­dar hospi­tali­dad. En cambio, en los países tropica­les las vivien­das son abiertas, en el do­ble senti­do de la pala­bra. Por suer­te, esta costum­bre parece ser contagiosa: muchos ex­tranje­ros que no la co­nocen, se vuelven más hospi­tala­rios al regre­sar a su país.


Con el mentón apoyado en el alféizar de la venta­na, Pablo sabo­reaba el pesado perfume nocturno de la jungla. Por un ins­tante, los cientos de grillos y tokehs -el nombre ono­ma­to­pé­yico de una pequeña lagartija- se calla­ron todos al mismo tiempo, para que él pudiera oír el aleteo de pája­ros y el rugido de ti­gres. ¿O sería de leones? Porque le parecía que los ti­gres no rugían.


Mañana, su padre iba a cazar jabalíes, y Pa­blo esta­ba exci­ta­do por la perspectiva de poder acompañarlo. Estaba seguro de que pron­to volve­ría a familiarizarse con los ruidos y los silen­cios de la selva. Sabía que ya cumplía con dos requisitos para ser un buen caza­dor: tener pun­tería y un buen oído. Había prepa­rado su rifle de aire comprimido para prac­ticar tiro al blan­co, maña­na a pri­mera hora. Ocasio­nes para hacer­lo, sobraban. Cuando empezó a sentir sueño, vio dos pe­que­ños pun­tos lumi­no­sos que se movían lenta­men­te. Se puso ten­so. ¿Se­ría un tigre? Si lo era, debía estar caminando sobre algo elevado, porque no es un animal tan grande. Las luceci­tas se acerca­ban, aumen­tando y dis­minuyendo su brillo, pero no al mismo tiempo. Su miedo de­sa­pare­ció cuando se dio cuenta de que eran los ciga­rrillos de dos per­sonas que pasaban cami­nando.


- Ah sinyo Pablo, soy yo, Minggu - con­testó una voz su pregunta. - No tenía sueño, y salí a dar una vuelta. Estoy con Ahmed.


Se acercaron para que Pablo los reconocie­ra. Eran el capataz cojo, y uno de los coolies que los habían traído de Haour Geulis. Charla­ron un rato sobre el via­je, el tiempo, la ca­za, la planta­ción. Minggu era nuevo en la fá­brica, pero se había ganado pronto la confianza del adminis­tra­dor, y era conocido y estimado por todos.


A la tarde siguiente, Federico se desocupó tempra­no para su­per­visar los preparativos para la caza. Ri­fles, municiones, soga, cu­chillos, linternas, cantimplo­ras, bizcochos, pas­tillas de men­ta. Iba a ser una noche ideal para ca­zar: humedad, poco vien­to, luna crecien­te. Des­pués de cenar echaron a andar. A los cinco minutos, un grito de Pablo alarmó a la expedi­ción. Enfo­cando su lin­terna hacia ramas altas, no había visto un pozo profundo al lado del sendero. Con un salto fe­li­no, una gigantesca figura se puso a su lado y lo ayudó a sa­lir. Era Minggu. Por suerte, Pa­blo no se había las­ti­ma­do. Se secó una lá­grima y prometió no dar un paso más sin ilumi­nar la sen­da. Además, Minggu ya no lo per­día de vista.


Media hora de marcha los llevó a un claro en el bos­que, donde había un mangrullo. Su­bie­ron las armas y las provisiones, y luego de recibir las últimas instruc­cio­nes, los bati­do­res se dis­persa­ron. En la atalaya, padre e hijo pasaron un rato agra­da­ble. El ambiente se prestó para que Fe­de­rico contara al­gunas anécdotas de caza. Pero ahora -se interrumpió poniéndose un dedo sobre los la­bios- había que prestar a­ten­ción: los ba­ti­do­res se esta­ban acercando, y parecía que ha­bían en­contrado un jabalí. Tomó su carabina y se arrodi­lló ante una ventana. Pablo miró por enci­ma de su hombro.


Un cerdo, espantado por un grupo de batido­res, no tardó en salir de entre los arbustos. Cru­zó el espacio abierto con deses­peración, pero antes de llegar al otro borde, frenó en seco: ¡allí también había enemigos! In­tentó escapar por la dere­cha, cuando Federico le dis­paró una carga mortífera. Había espe­rado ese pre­ciso mo­mento de indecisión; como caza­dor ex­per­to, él cono­cía el ries­go innecesario de errar el difí­cil tiro a un ani­mal en carre­ra. El jabalí tambaleó y cayó sobre un costado con un gruñido que calaba los huesos. Unos es­pas­mos sacudieron su cuerpo. Llega­ron los bati­dores, jadeando y satisfe­chos. Algunos hi­cie­ron señas hacia lo alto del mangru­llo, felicitando a su jefe por el tiro efectivo.


Pablo presenció la escena con una mezcla de fasci­na­ción y ho­rror. Se había imaginado la caza como una an­danza romántica y peligrosa, con per­secuciones excitan­tes, tiros errados, otros ani­males acudiendo en ayuda de la vícti­ma amenaza­da, atacando a batidores y cazado­res. Esto no se lo había esperado. Le pare­cía una cobar­día, un crimen. Federico intuyó lo que el chico sentía, y le puso una mano sobre el hombro.


- ¿Esto no te gusta, verdad?


Pablo no contestó. Tampoco era necesario.


Federico le explicó:


- Escucha, hijo. Matar por matar es cruel, e inú­til. Pero matar a un animal para tener comi­da o, como en este caso, porque causa da­ños, no es malo. Incluso tiene sen­tido cuando hay una nece­si­dad biológica. Los animales en­tre ellos tam­bién se matan. Pero lo hacen para no mo­rir de hambre, o para evitar que enemi­gos inva­dan sus territorios. Es la ley de la vida, ¿sabes?


Aunque Pablo suponía que su padre tenía ra­zón, no quedó con­ven­cido de que era así. Ne­cesi­ta­ba tiempo para asimilar esa expe­rien­cia. Años más tarde leería en un libro sobre ani­males un párrafo que lo fascinaría, y que le retrotraería a estos momen­tos:


... desde el principio de los tiempos se transmi­te de hombre a hombre, de tribu a tribu, en­tre todos los que matan la car­ne respetando el espí­ri­tu, la ética an­tigua de los caza­dores, que con­si­deran como el más impor­tan­te tabú matar más de lo que se pue­de co­mer ... (2)


Después de un descanso y una breve discu­sión sobre la tác­tica a seguir, los batidores vol­vie­ron a desapare­cer. Dos o tres veces se oyeron ruidos que se acercaban y se alejaban, pero no tuvie­ron éxito, y al rato se dio por terminada la batida, para gran alivio de Pa­blo. Al bajar de la atalaya, su cu­riosidad fue ven­cien­do a su repug­nancia. Una cosa era ver cómo mataban un ani­mal y otra, muy distinta, ver un animal muer­to. Ya que esta­ba, que­ría verlo de cerca.


Desde allí arriba, le parecía un cerdo chi­co, pero el que tenía a sus pies, lo impre­sio­nó por el ta­maño y por la fuerza que debía haber tenido cuando toda­vía era salvaje. La piel era una co­ra­za; instintiva­men­te, Pablo la com­paró con la de Minggu. Este último esta­ba di­ri­giendo la ta­rea de atar al jabalí sobre una cami­lla de ramas y soga, fabricada in si­tu. Los hombres se tur­naron para cargar los macizos cien­to treinta ki­los; ya se imagi­na­ban el sucu­lento asado que comerían esa no­che.


Pablo acompañó a su padre en la ronda dia­ria por la planta­ción de caucho, en plena ac­tivi­dad. El pegajoso líquido se recogía en vasos de alu­minio; de allí se vol­caba en bal­des y luego en ta­rros, que eran cargados en carritos para ser transportados a la fábrica. Fe­derico inspec­cio­nó los árboles, y lo felici­tó a Minggu por las in­cisiones practicadas en la cor­teza. Se re­quie­re mucha destreza para lograr el ancho y la profun­didad óptimos que deben te­ner los cortes ses­ga­dos en espiral alrededor del tron­co. Para obte­ner el má­ximo rendi­miento de los árbo­les, se alter­nan perío­dos men­sua­les de produc­ción y de des­canso.


Había una creciente demanda de esta san­gre blan­ca, que era una materia prima vital para el fun­cionamiento de las monstruosas maqui­narias que, escu­piendo fue­go y te­rror, roda­ban y navegaban y vola­ban por el mundo para conquistar países. Cada vez más te­rrito­rios, para some­ter a cada vez más pue­blos a una ideolo­gía nefasta.


Claro está que Pablo aún no tenía noción de todo eso. Federi­co sí, pero él no tenía la más leve sospecha de que su país, tan pacífi­co y además tan alejado de las zonas de con­flicto, poco tiempo después iba a ser arras­trado en una guerra mundial, la segunda en dos décadas. En efec­to, ésta estalló al fina­lizar aque­llas vaca­ciones de Pablo.


Poco después, una tarde Pablo estaba jugando con unos amigos en la calle cuando se detuvo un jeep. Un condecorado militar de muy gruesos anteojos se bajó, y con una amplia sonrisa les hizo señas para entrar con él en el kiosko de enfrente. Les preguntó algo que no entendían y que tampoco importaba, porque quedó muy clara su invitación a elegir las golosinas que quisieran. Con gran alegría, al verlos contentos, trató nuevamente de decirles algo, y cuando se dio cuenta de que era inútil, se despidió con la misma sonrisa de oreja a oreja, dándoles la mano a cada uno, como si fueran amigos. Más tarde, contando en casa el episodio, Pablo pensó que para el oficial en ese momento ellos probablemente representaban a los amigotes de su hijo, allí tan lejos, y que sentía un impulso de regalarles algo.


Cerca de Metawati se había instalado una uni­dad de resis­ten­cia activa. Federico había asumi­do el riesgo de permitirles el acce­so a la plan­tación, y les proveía de víveres, ropa, tabaco, lectura y noticias que captaba en su receptor clandestino. Cuando ciertos hechos los obli­garon a retirarse a otra parte, él no quiso saber adónde fueron. Cuan­to menos su­pie­ra uno en esa época, me­nos se compro­metía a sí mis­mo y a los demás. Sólo se aseguró de que no hubie­ran dejado hue­llas. Esperando la balsa para cruzar el Río Chi­má­nuk, Fe­de­ri­co se encontró con Carlos Ransda, uno de los com­ba­tientes. Tenía muy mal aspec­to, es­taba flaco y cansa­do.


- No, Aisa. No estamos bien allí. Nos re­sulta di­fí­cil con­se­guir alimentos, escasean las mu­ni­ciones, y he­mos perdido a dos hombres. Juan Tam­pat y el Gorila Mir­ko.


- ¡No me digas! -reaccionó Federico -. ¡Cuánto lo siento! Y no sólo porque eran tipos exce­lentes ... Todos ustedes lo son.


Se miraron en silencio.


- Dime, Carlos -. Se le ocurrió a Federico pregun­tar si el grupo tenía la intención de vol­ver a sus te­rrenos.

Ransda tragó saliva.


- Se habló de esa posibilidad -, admitió. - Pero qué­date tran­quilo, finalmente Mesrof de­ci­dió que no.


A Federico no se le había escapado la vaci­lación de Carlos antes de contestar. Pero no le pre­guntó nada, la balsa ya partía. Se des­pi­die­ron con un apretón de ma­nos, que en esas cir­cuns­tancias tenía la carga emotiva de sa­ber que cada abrazo podía ser el último.


- ¿Kgfedi hudaso taitebe na?


Federico miró a su interlocutor, un capitán del ejér­ci­to de ocupación. Le resultaba cu­rio­so oír esa voz gu­tural y cortan­te, y ver esa cara que parecía sonreír detrás de unos ante­ojos grue­sos. Casi podría decirse que era ama­ble. Se acordó de lo que le había contado Pa­blo, a quien acababa de visitar en la ciudad: luego de haber jugado al fútbol -en la ca­lle, con una vieja pelota de tenis- Pablo estaba con unos amigos en el alma­cén de la esqui­na, cuando se detuvo un jeep con dos oficiales ex­tranje­ros. Uno de ellos entró e invitó a los chicos a elegirse las golo­sinas que quisieran.


Evidentemente, se trataba de un padre que, muy lejos de su país, veía jugar allí a sus pro­pios hijos, e hizo lo que haría si estu­vie­ra con ellos. La abismal diferen­cia de idiomas impidió que obtuvie­ra respuesta a sus pregun­tas, pero estre­chó la mano a cada uno de los chi­cos y vol­vió al jeep con evidente satis­fac­ción por la alegría que había originado.


Pablo había quedado impresionado por la ines­perada gentileza de ese militar con sus co­lori­das condecoracio­nes, sus gruesos ante­ojos y su lenguaje, incomprensible pero acom­pa­ñado de una permanente sonrisa. Si ésto -se había preguntado Pablo- era la guerra, ¿por qué la gente le tenía tanto miedo?


Esos extranjeros habían ocupado el país de una ma­nera trai­cionera, sin ese prea­viso lla­mado de­cla­ración de gue­rra. No había tiem­po para armar una defen­sa - que, de to­dos mo­dos, habría re­sul­ta­do inú­til fren­te al enor­me pode­río desple­gado por los inva­so­res. Por suerte, esa circuns­tancia tam­bién impidió más de­rra­ma­miento de san­gre. Pero los ho­rro­res de la guerra no se li­mi­tan a los campos de bata­lla; continúan en otros cam­pos, que por la ausencia de aviones, tan­ques y caño­nes son menos es­pecta­culares, pero no menos te­rro­rífi­cos.


Naturalmente, el oficial frente a Federico no de­mos­traba ter­nura alguna. Con un culata­zo de fusil apuró al agricultor que los acom­paña­ba, oficiando de intérpre­te.


- Eh, imbécil, ¿qué esperas para traducir­lo?


Asustado, el hom­bre transmitió la pregunta:


- Quiere saber dónde se esconden los hom­bres, se­ñor.


Federico sintió que la sangre se le subía a la cara y le hacía cambiar de color. Con pre­sen­cia de ánimo se agachó para atar el cordón de un zapato. Volvía de la ciudad, todavía no se había puesto las botas que siempre usaba en el campo. Se incor­poró lentamente para ganar tiempo y tra­tar de controlar sus ner­vios. Frunció las cejas e incluso fingió fasti­dio.


- ¿Qué hombres? ¿De qué me está hablando este des­gra­ciado?


El intérprete, más tranqui­lo ahora, tradujo la contra-pregunta con evi­dente habilidad, por­que el capi­tán no se dis­gustó. Pero tam­poco cam­bió el tono de su voz; desde lo más pro­fundo de su garganta seguía mar­ti­llando cada sílaba.


- No seas mentiroso. Te doy un minuto. ¡Si no, los encontra­ré yo, y te aseguro que en­ton­ces te irá muy mal!


Federico respiró hondamente para deshacer el nudo que se le iba formando en el estóma­go. Con la mayor in­dife­rencia posi­ble, se encogió de hombros.


- Que busque donde quiera.


El oficial escupió en el suelo y gruñó una orden al grupo de sol­dados que los rodeaban. Algo en la acti­tud o las respuestas de Federi­co no le había gustado, por­que lo llevaron al cuar­tel.


Al llegar Ransda al refugio, lo sorprendió una acti­vidad inu­sitada. ¿Qué habría pasado?


- Justo a tiempo, Carlos - lo saludó el te­niente Mes­rof. - Partimos esta noche. A Me­ta­wa­ti.


- ¿A Metawati. Cómo? ¿No habíamos ...


- Sí - lo interrumpió Mesrof -. Ya lo sé. Pero lo pensé bien y cambié de opinión. In­sis­to en que los inte­reses que de­fende­mos, ya no valen los riesgos cada vez más grandes que corremos aquí. Somos menos, tene­mos que cui­darnos mucho. Y a pesar de todo, en Metawati podremos rea­gru­par­nos me­jor.


Carlos suspiró.


- Está bien. Es tu decisión. Sólo que ...


- ¿Sólo, qué? Tú mismo estabas en favor de esa al­ter­nati­va.


- Sí - admitió Carlos -. Pero es que ... bue­no, esta ma­ñana me en­con­tré con Federico. Me preguntó si pensába­mos volver allí. Qué presen­timiento acer­ta­do - por lo que veo aho­ra.


Se levantó para tomar agua de la cantimplo­ra col­gada sobre la mesa de la tienda.


- Sigo sin ver el inconveniente - arguyó el coman­dan­te -. A Federico le molestaremos lo me­nos posible aho­ra. Y los poblado­res allí segura­mente volverán a ayu­dar­nos, no como los de aquí.


- Eso es lo que esperamos. Lástima que en estos mo­mentos él no volverá de la ciudad en dos o tres días; me sien­to un poco culpable de que vayamos allí sin avi­sar­le, justa­mente aho­ra que no nos espera.


El comandante se inclinó hacia adelante, apo­yó los codos en la mesa, y miró a su cama­rada de armas.


- Estamos en guerra, Carlos. Ya no puedo de­tener este ope­rati­vo. Así que ...


Se incorporó.


- ¿Quieres encargarte entonces de ubicarlo a Fede­ri­co?


Ransda asintió.


- Claro que sí. Aunque pensaba dormir quin­ce ho­ras, estoy molido. Dios Santo ¡cuándo podre­mos echar a pata­das a estos hijos de mil putas! O mejor todavía, tirar­los desde un avión. Desde muy alto. Uno por uno, y di­recta­mente al cráter de un volcán. Mira qué casua­li­dad, ayer entró en actividad el Cheremai.


Mesrof soltó una carcajada.


- Yo tam­bién estaba por desahogarme con algo simi­lar. Por ahora no hace fal­ta, gra­cias. Así puedo guar­dar mis im­prope­rios para otra oportu­nidad - que no fal­tará. Bien, trata de conseguir algo para comer, y ve a descan­sar una hora si quieres. Nos vere­mos en Metawati. ¡Good luck!


Camino a la ciudad, Carlos Ransda fue in­ter­ceptado por la misma patrulla que había en­con­tra­da al adminis­trador Aisa cuando éste vol­vía a Metawati. En la con­frontación logra­ron ocultar que se cono­cían, pero fue inútil. Car­los, des­nutrido y agotado, no sobrevivió el primer inte­rroga­to­rio. No abrió la boca, pero su captura había proporcionado una pista, y el grupo fue aprehendi­do muy cerca, pero fuera de Metawati. Las pro­lon­gadas torturas no sur­tie­ron el efecto deseado, porque Federico real­mente no sabía na­da; sin embargo, un tri­bunal mi­li­tar lo juz­gó cul­pable de haber rete­nido informa­ción vi­tal, y lo con­de­nó a muerte.


Interrogadores profesionales formulan sus prime­ras preguntas con cierta, lla­mémos­lo, amabili­dad. Ante una actitud poco cola­bo­ra­do­ra levanta­rán la voz pero sin eno­jar­se, y se sentarán de­lante del preso, a comer un pollo con las manos, a beber cer­veza con mucha espuma, y a so­plarle suave­mente humo de ciga­rri­llos en la cara.


Luego, las se­sio­nes se celebra­rán pre­fe­ren­te­mente entre las dos y las cinco de la ma­dru­ga­da, frente a la con­centrada luz de un re­flector. No habrá más pre­guntas, sólo al­guna que otra orden mono­si­lábi­ca, acom­pañada de vueltas de cla­vijas sobre uñas y de­dos o de leves des­cargas eléctricas so­bre otras partes del cuerpo más sensibles y toda­vía no las­ti­madas. Si persigue la actitud negati­va del indi­vi­duo recal­ci­tran­te, lo mandarán a tro­tar en pe­queños círcu­los, y des­pués de hacerlo tragar in­gentes can­tida­des de agua a tra­vés de una mangue­ra, lo harán arrodillar por lar­gos ra­tos sobre pedre­gullo, bajo el sol del mediodía.


El acusado que haya soportado és­tos o peo­res su­pli­cios preli­mi­nares sin soltar pren­da, habrá lo­grado ahora susci­tar la impa­cien­cia de sus entre­vistado­res, quie­nes no tardarán en exhibir su arte supre­ma: tor­turar la men­te. Utilizan a este efec­to he­rra­mientas pro­venientes de los más so­fisticados talleres psico­lógi­cos. Desde que el mun­do es mun­do, re­fi­na­das y suti­les técni­cas son elaboradas y eje­cuta­das por una esca­lofriante espe­cie de entes que, aunque parez­ca menti­ra, alguna vez han sido se­res huma­nos.


Es que para los tortura­dores, la figura que tie­nen enfrente no es una perso­na, sino sólo un ob­je­to, un instrumento que hay que hacer cantar. Con una deli­cade­za digna de mejo­res cau­sas, dosi­fi­can los mar­tirios y regulan la inten­sidad para que la víc­tima sufra, pero no pierda la espe­ran­za, y no cai­ga en un estado de apatía, del cual po­drá no salir más.


Cuando terminó la guerra, Pablo fue a Meta­wati. Las instala­cio­nes estaban en un deplo­ra­ble estado de abando­no, pero de una de las casitas salió alguien que quizás podía contar­le algo sobre su padre. Pablo no re­conoció en seguida al hombre encorva­do, pero cuando lo vio ren­guear, se dio cuenta de que era Minggu. Su piel de co­ra­za esta­ba arrugada, y su cuerpo ya no era at­lé­tico. Se emo­cionó al volver a ver a Pablo, todo un hom­bre­cito ya.


Con la cabeza gacha, Minggu contó que los com­ba­tien­tes habían sido fusilados. Pero su voz cada vez más baja y una mueca involuntaria cuan­do mencionó a su que­rido patrón, delata­ban que estaba ocul­tando algo. Pre­siona­do por las insis­tentes pregun­tas del muchacho, ad­mi­tió que su padre había muerto de otro modo. Des­vian­do la mirada, le reveló finalmente la ver­dad: Federico fue deca­pi­ta­do, al lado de una fosa que él mismo había teni­do que cavar.


Con un gesto mudo que Minggu comprendió en seguida, Pablo se hizo acompañar a ese si­tio. Se es­tre­me­ció al re­cordar el man­gru­llo en el claro del bos­que, allí donde había visto la Muer­te por primera vez y de tan cerca. Evocó los úl­timos momen­tos de vida de esa otra cria­tu­ra, también ino­cente y también parali­zada de terror al verse ro­deada de ene­mi­gos fe­ro­ces. Lágrimas cayeron so­bre sus manos apretadas, y sin­tió la misma indigna­ción que aque­lla vez.


En su última etapa en el colegio, Pablo tomó con­cien­cia de que un sentimiento de ven­gan­za había crecido en él. Después de una pa­ciente averiguación, supo quién había sido el pre­siden­te de ese tribunal. Viajó al país de los que habían invadido el suyo, y logró que el ver­dugo de su padre, ahora un militar reti­rado, lo reci­bie­ra en su despacho. Al cerrar la puerta, Pablo no atinó a sacar su pistola. Lo que vio, le qui­tó la respiración. Esa am­plia son­risa, esos ojos chispeantes detrás de gruesos len­tes ...


Sus recuerdos dieron un salto de catorce años y se detuvie­ron en un jeep, un kiosko, y un mi­litar extranje­ro que le regala­ba cara­me­los y le hablaba en un idioma ininteligible, pero que seguramente que­ría saber su nom­bre, y contarle que tenía un hijo igual a él. Y Pablo que no comprendía por qué la gente le tenía tanto miedo a la guerra. Ahora lo estaba com­prendiendo.


Los hombres hacen las guerras, y las gue­rras des­hacen a los hom­bres.


Meneó la cabeza, dio media vuelta y se fue.


Si el coronel leyera este relato, ya no esta­ría tan in­trigado por el motivo de esa vi­sita.


_______________



[1] 15 km. van Haoer Guelis, 10 km. van de Tjipoenegara. 500 bouw = 350 Ha.

[2] Éste es el párrafo completo, tomado del "Monólogo para un elefante muerto", en las págs 109/111 del libro Animales Salvajes, de Félix Rodriguez de la Fuente - Ed. Everest, Madrid:

"... Yo te cantaré una canción, hermano elefante. Yo pondré en tus oídos muertos el misterio de unas palabras que aprendí de un chamán de los pigmeos efé. Unas palabras que se han transmitido de hombre a hombre, de cazador a cazador, desde el principio de los tiempos. De las tribus del mamut a las hordas de matadores de mastodontes, de los bosquimanos a los pigmeos; de todos y entre todos los que han matado la carne respetando el espíritu. De la ética antigua de los cazadores que consideraban como el más imperdonable tabú matar más de lo que se podía comer. Escucha, hermano elefante, la canción del pigmeo ...

4 comentarios:

Makeka Barría dijo...

Y este relato fue real???
Muy bueno y emocionante, la verdad.
De principio a fin.
Felicidades por el nuevo blog.
Un abrazo.

koppieop dijo...

Estimada Angélica, te agradezco el comentario, y a Marta me la generosidad de inaugurar este blog con un escrito mío. Estoy muy contento de que te haya gustado y, además emocionado. Con mucho gusto quiero contestar tu pregunta; espero no excederme en detalles:
Existió la plantación de caucho, donde pasé las vacaciones más memorables de mi vida, en gran parte por haber presentado esa cacería de jabalí. Y también fue real el administrador, que era un hermano menor de mi padre y que fue efectivamente torturado y condenado. En el lugar donde fue ejecutado y enterrado, hay ahora un cementerio de honor, hace poco tuve la emocionante oportunidad de visitarlo.
Si bien yo era el chico que recibió los caramelos, la cacería del oficial invasor y todo lo demás corren por cuenta de mi imaginación.
Muchas gracias y un cordial saludo,
Federico

Makeka Barría dijo...

Gracias, Federico por tu respuesta.
Espero leer más escritos tuyos.
Cariños desde Chile.

Marta Salazar dijo...

sú, todos lo esperamos!

Gracias María Angélica por el link a este blog!

un abrazo!