domingo, 30 de marzo de 2014
El pebete de Andrés
Agradezco una vez más a Federico R. Bär, quien nos envió otro de sus excelentes y entretenidos relatos para publicar aquí.
EL PEBETE DE ANDRÉS
Entran, y se quedan sentados con el arranque del tren. Enfrente, un señor; a mi lado, su hijito, que lloriquea el conocido cantito:
‑ Quiero en la ventanilla ...
El chico deja de comer su sándwich de jamón cocido y me mira de reojo. Yo no daría un centavo por lo que estará pensando de mí en este momento, porque soy yo el que le bloquea el acceso al sitio deseado. Le está brotando una lágrima (¿o ya estaba llorando al entrar, por otro motivo? ‑ no sé). Simulo no oírlo y sigo leyendo, pero me quedo pensando. Yo también prefiero viajar del lado de la ventanilla, aunque por otras razones, quizás no tan importantes como las de él. ¿Por qué privarlo de ese gusto?
Se lo ofrezco con una broma:
‑ Si me das el jamón, te dejo mi lugar.
Andrés me mira desconfiado, menea la cabeza, y baja la mano con el sándwich, por las dudas. Le digo al padre:
‑ Cambiemos de lugar, ¿quiere? A mí me da lo mismo.
Pero el hombre no lo acepta; opina que el chico tiene que aprender que no siempre va a encontrar un asiento junto a una ventanilla. Me parece que tiene razón, y vuelvo a mi lectura, contento de haber quedado bien.
Andrés no sale de su asombro. ¿Qué es esto? Aquí hay un caballero que me ofrece el asiento, y mi papá le dice que no. ¡Qué tonto que es mi papá!
‑ Quiero estar ahí ‑señala el pequeño espacio entre mi pierna derecha y el costado del vagón. El padre no quiere que insista, y el chico refunfuña:
‑ Mamá siempre me deja.
Pero papá no es mamá, se muestra firme y trata de distraerlo.
‑ ¿Por qué no te sacas la campera?
‑ No quiero.
‑ Sentate derecho.
‑ No quiero.
‑ Dormite, Andrés.
‑ No tengo sueño. Papá, decile vos.
La rebeldía va en disminución. El padre ha evitado una rabieta que seguramente nos habría traído llanto por un buen rato. Andrés se queda calladito, pero no tarda mucho en atacar de nuevo:
‑ ¿Papá, cuándo se va a bajar el señor?
Finjo buscar algo en un bolsillo, para que no me vea sonreír. La pregunta es astuta y merece un premio. Pero nuevamente, no quiero desautorizar al padre, quien sopla
‑ Ufffff ... dentro de muuuuchas estaciones.
Claro que Andrés quiere saber dentro de cuántas, y cuando se convence de que, efectivamente, son un montón, vuelve a morder su casi olvidada merienda. El jamón sobresale del otro lado. Masticando, ametralla preguntas:
¿Por qué se mueve tanto el tren ... qué son vías ... cómo hace para cruzar un puente ... no se rompe el puente? ‑ con la curiosidad típica de sus tres años (si es que los tiene), que pone a prueba a todos los padres del mundo. El de Andrés, con su tierna paciencia, ha rendido el examen summa cum laude, con las mejores notas.
Al rato, el niño se queda dormido. Cuando me doy cuenta de una manito que se suelta, veo jamón y mayonesa en mi pantalón. Llegan a su destino; el padre se despide. Andrés no, pero ya en el pasillo, da media vuelta y me tiende un pastoso resto del pebete, firmemente apretado en su puñito.
* * *
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