martes, 20 de abril de 2021

Agua Maldita

 Cuenta la leyenda que el monarca Abdul-El-Agreb adoraba el agua. Su fastuoso palacio, construido en varios niveles, estaba rodeado de estanques y fuentes. El cristalino líquido se precipitaba por los ahuecados pasamanos de las escaleras, corría por acequias atravesando los patios, fluía por alcantarillas que bordeaban las galerías, saltaba en chorros que se entrecruzaban por encima de canteros siempre llenos de flores, y ondulaba en los sótanos, donde grandes baños formaban un aspecto importante de la civilización árabe.

Esa maravilla de artesanía hidráulica era admirada por su concepción y su arquitectura, pero era también censurada por su ubicación insólita: al borde del Gran Desierto de Raschid Salem Nafudh. Era como un desafío a la naturaleza, casi una blasfemia.

Una vez, un beduino había advertido que, si continuaba el derroche de ese elemento tan vital para la zona, una catástrofe sería inevitable. El Rey Abdul-El-Agreb consideró esa amenaza un insulto a su investidura, y condenó al infortunado gitano al cadalso.

El día siguiente se levantaron fuertes vientos en aquella zona del desierto. Secos como la misma arena que traían, azotaron las poblaciones cercanas, pulieron las cortezas de las palmeras y taparon los pozos de agua. Si bien las tormentas eran habituales en esa época del año, la gente estaba aterrada. El segundo día comenzó a escasear el agua, y se pidió al Califa que la proveyera.

Pero esa ayuda habría significado la paralización de las aguas corrientes de su castillo. En respuesta, el Rey ordenó que los hombres cavaran inmediatamente nuevos pozos, y mandó a la cárcel a los consejeros que tuvieron la imprudencia de recordarle la predicción del beduino.

Contrariamente a lo que suponía el Gobernante Supremo, el temporal no amainó. El tercer día, huracanes transportaban nubes de polvo cada vez más gigantescas en dirección a los jardines reales. El Rey Abdul-El-Agreb, ahora también preocupado, imploró la protección de Alá, pero el desplazamiento del Gran Desierto de Raschid Salem Nafudh no se detuvo. Antes de finalizar el cuarto día, las implacables arenas habían cubierto la magnífica obra.

Cuatrocientos años después, el palacio fue reconstruido sobre la base de los mismos planos, y probablemente con el mismo esplendor, pero en otro país mediterráneo, y lejos de desiertos - por las dudas. Y allí está todavía, como un inmerecido homenaje a la soberbia de un soberano moro.


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